¡Bravo, Carlos
Giménez! Porque Carlos (Argentina 1946-Venezuela 1993) en apenas 30 años de
carrera dirigió más de 80 obras de teatro en Argentina, Venezuela, México,
Perú, Nicaragua, España y Estados Unidos, donde fue invitado por el mítico
productor Joseph
Papp, y creó -entre otras - nueve instituciones culturales de gran
importancia en Venezuela y Argentina.
¡Bravo, Carlos
Giménez! Porqué creó el Festival
Internacional de Teatro de Caracas, junto a la entrañable y talentosa María
Teresa Castillo; el Instituto
Universitario de Teatro (IUDET), el Grupo
Rajatabla, el Taller
Nacional de Teatro (TNT), el Teatro
Nacional Juvenil de Venezuela (TNJV), el Centro
de Directores para el Nuevo Teatro (CDNT), ASITEJ (Asociación
Internacional de Teatro para la Juventud, Capítulo Venezuela) y, en Córdoba,
el Festival
Latinoamericano de Teatro y el grupo El
Juglar cuando todavía era adolescente.
¡Bravo, Carlos
Giménez! Porque cuando Gabriel
García Márquez, Premio Nobel de Literatura, vio El
Coronel no tiene quien le escriba adaptada y dirigida por ti, dijo de
sus personajes: “No los reconozco, los conozco. No los había conocido, los
conocí ahora. Yo me imaginaba cómo eran, pero nunca los había visto. Ahora los
vi.”
¡Bravo, Carlos
Giménez! Por haber llevado a Venezuela lo mejor del teatro
del mundo, permitiendo que tomáramos talleres con los grandes Maestros
y Maestras y ver sus espectáculos a precios populares: Tadeusz
Kantor, Berliner
Ensemble, Peter
Brook, Giorgio
Strehler, Peter
Stein, Lindsay
Kemp, Pina
Bausch, Norma
Aleandro, Vanessa
Redgrave, Kazuo
Ono, Tomaz
Pandur, Eva
Bergman, Eugenio
Barba, Yves
Lebreton, Peter
Schumann, Antunes
Filho, Gilles
Maheu, Santiago
García, Darío
Fo, Els
Joglars, Franca
Rame, Ellen
Stewart, Joseph
Papp, Andrezj
Wajda, Dacia
Mariani…
¡Bravo, Carlos
Giménez! Por hitos como Señor
Presidente de Miguel Ángel Asturias, Bolívar y La
Muerte de García Lorca de José Antonio Rial, Martí,
La Palabra de Ethel Dahbar, La
Honesta Persona de Sechuan de Brecht, Tu
país está feliz de Antonio Miranda, El
Campo de Griselda Gambaro, La
señorita Julia de Strindberg, Peer
Gynt de Ibsen, El
Coronel no tiene quien le escriba de Gabriel García Márquez… Porque
sus obras fueron ovacionadas en Europa, Estados Unidos y América Latina. Porque
su talento como director y gerente cultural fue único, extraordinario,
irrepetible en la escena latinoamericana.
¡Bravo, Carlos
Giménez! Porque a los 19 años gana sus primeros
premios internacionales en los festivales de teatro de Cracovia y
Varsovia (Polonia), otorgados por el Instituto Internacional de Teatro-Unesco
(ITI) y participa en el Primer Festival de Teatro de Nancy (Francia).
¡Bravo, Carlos
Giménez! Porque a los 22 años recorre América Latina por tierra
haciendo teatro para las hijas y los hijos de los mineros, los pescadores, las
campesinas, los olvidados y olvidadas de la tierra y nunca dejó de hacerlo.
¡Bravo, Carlos
Giménez! Porque fue generoso, amable, humilde y agradecido, aunque a veces
la leyenda diga lo contrario. Un ser humano con todas las virtudes, defectos y
contradicciones de los seres humanos.
¡Bravo, Carlos
Giménez!
Porque fue un genio.
Y me haces mucha falta.
Las injusticias le enervaban y ciertamente ejercía la generosidad cuando estaba en sus manos.
Elio
¿en qué año y en qué ciudad conociste a Carlos
Giménez?
Personalmente,
en Caracas, en 1984.
¿Qué
te pareció? ¿Intimidaba?
¡Muchísimo!
¡Al jovencito que yo era, sí, desde luego! (Risas)
¿Habías
visto alguna obra suya antes de conocerlo?
Sí,
unas cuantas: La
Muerte de García Lorca, Señor
presidente, Bolívar
y un especial -creo que era La
fragata del Sol- que habían hecho para Venezolana de Televisión…
¿Carlos
ya era famoso y poderoso?
No
tanto como lo fue unos años después, pero sí, era el director del famoso Grupo Rajatabla
y del Festival
Internacional de Teatro de Caracas (No eran fundaciones todavía) y
circunstancialmente ejercía la dirección artística del Ateneo
de Caracas.
¿Crees
que Carlos cambió cuando se convirtió casi en el hombre más poderoso de la
cultura venezolana?
¡Claro! Carlos era un hombre de una extraordinaria valorización de la vida y sus posibilidades, y si hay algo inherente a vivir es el cambio: un niño cuando aprende a caminar se dirige a correr, ya es muy difícil que gatee. Carlos cambió conscientemente y con su esencial entusiasmo hacia el “Más difícil todavía”, claro que sí.
¿En
qué obras, festivales o instituciones trabajaste con él?
Como
actor -invitado, nunca fui de la planta estable- en Macbeth,
La
máscara frente al espejo, Casas
Muertas y La
Celestina, y en las giras de estas dos últimas. Compuse letras de canciones
en Casas
Muertas, luego de mi participación en el II
Festival de Jóvenes Directores entré al Centro de Directores para el Nuevo
Teatro (CDNT) que era una iniciativa suya. Cuando formalmente empecé con la
dramaturgia y gané el Premio Esther Bustamante del Nuevo Grupo, me llamó
para que colaborara con el Taller
Nacional de Teatro y también para proponerme escribir un texto con y para
el Teatro Estable de Portuguesa. Más adelante, cuando el Maestro Abreu asumió
el Ministerio de Cultura, me convocó para armar juntos el primer borrador de lo
que luego sería el Teatro
Nacional Juvenil de Venezuela. Recuerdo toda esa tarde y la noche con él,
turnándonos en la maquinita de escribir, con papel carbón para copias y el
corrector. Por entonces, me propuso para formar parte de la Comisión Nacional
de Teatro en la representación juvenil. También me invitó a participar en el
taller de Rajatabla para definir el proyecto de Oficina
Número Uno, cuya dramaturgia hizo Larry Herrera y me ocupé de la
documentación.
¿En
cuál obra y proyecto te gustó participar más y por qué?
Es
difícil responder. Todas mis experiencias junto a Carlos fueron muy
interesantes. Quizás las más intensas o reveladoras fueron como actor en los
montajes de Casas
Muertas y La
Celestina. En la primera, porque regresaba al teatro después de más de un
año haciendo televisión y trabajé durísimo para lograr estar en el elenco,
construyendo de un personaje que estaba asignado a otro actor, era muy
pequeñito, casi figuración y pasó a ser una presencia en todo el espectáculo. Fue
muy gratificante porque llevaba propuestas (un instrumento musical, coplas que
soltaba) y, para mi sorpresa, Carlos -que, muy por el contrario a su “leyenda
negra” podía ser excepcionalmente respetuoso y receptivo a las iniciativas y
propuestas de actores y creadores, cuando conectaban con la suyas- comenzó a
darme manga ancha hasta llegar a reestructurar la base textual (la versión era
de Carlos Fraga) en función de eso que en mi personaje -un desnutrido juglar
popular de Parapara de Ortíz- proponía según las acciones; Carlos se
sorprendía, se emocionaba y me lo expresaba abiertamente. Llevábamos unos años
conociéndonos, pero creo que allí empezó a verme con más atención, a considerarme
entre los suyos, a quererme y, con ello, darme entrada a su radio de confianza.
La
otra ¡experiencia maravillosa! ¡inmenso privilegio! fue ser parte del elenco de
La
Celestina que se montó en menos de veinte días por el compromiso de
estrenar en el Public Theater de Nueva York, era una coproducción. Sólo el
primer ensayo fue…¡! Es difícil describirlo sin quedarme corto. La energía que había
allí, la disciplina en cada uno, la adultez, el respeto a unos oficios y a un
arte, la entrega y la comunión de un colectivo consciente de una ética y una
estética… ¡un privilegio! Estábamos trabajando en el proyecto de un musical.
Carlos me había asignado la composición de letras junto a la percusionista
Militza Núñez, el elenco estaba armado, en fin… estábamos adelantados en ello y,
de pronto, una mañana, Carlos llegó con la certeza de que era otro el montaje
que se debía hacer, otros los fantasmas y los retos a los que él y el grupo
como creadores convocados debíamos asumir, aunque fuera un riesgo, aunque se
estuviese media producción hecha, aunque… De su insomnio había salido la
convicción y el entusiasmo de que la compañía podía enfrentar La
Celestina en versión de Miguel Sabido y Margarita Villaseñor invitando a
Alexander Milic para protagonizarla. “En ese Festival estarán Norma (Aleandro)
con “La Señorita de Tacna”, La Cuadra de Sevilla con…, Pablo Milanés… y
nosotros… ¡Nosotros con La Celestina!”, gritaba Carlos con ojos brillantes. De
pronto, el edificio se convertía en un
barco y la sala en su sala de máquinas, con calderas, bombas... Había que potenciar las horas, multiplicarlas.
Ese primer día era tan excitante el nivel de entrega de un grupo humano que se
conoce, ama el teatro, cree en su director, es consciente de una estética,
dispuesto con cuerpos, propuestas espaciales, sonoras, de luces ¡y hasta
vestuario! …cada uno concentrado en colocar todos sus recursos en función de CREAR
EN GRUPO con altas exigencias de calidad para estrenar en poco menos de tres
semanas. Ese día, yo -y creo que mis compañeros de escena, David y Eduardo en
cabina y Rafael Reyeros en el diseño plástico- nos sentimos tan conectados,
llenos de energía, mientras la voz Carlos nos envolvía “…vamos a meternos en los
más de siete siglos en los que España estuvo bajo el dominio de los árabes junto
a la de judíos y cristianos… vamos a buscar en esa sensualidad con fuego de antorchas,
represiones, ciudades laberínticas con olores, recovecos ocultos…”. Y ahí
estábamos todos fascinados, preparando músculos y voces con improvisados turbantes o jubones… las carnes
de Milic envueltas en trapos y dispuestas a deshacerse de las prótesis dentales
para regalarse a la medieval vieja alcahueta… ¡Y eso tan sólo el primer día! ¡Una
maravilla! Siempre he pensado que allí
debieron estar todos los estudiantes de teatro de las escuelas del país porque
difícilmente una cátedra podía superar lo que artística y humanamente, ética y
estéticamente significaba todo aquello como ejemplo de la voluntad, disciplina
y perseverancia, cosechas de un grupo humano para la creación escénica. Y, lo
diré: también ejemplo de una profesión de amor; de laica, libertaria devoción
con oración y remo, de compromiso con fe en capitán, barco y tripulación. Ensayamos
de la mañana a la noche y en diecinueve días estrenamos e iniciamos una gira en
Manhattan.
No
hubo función en la que no me embargara esa energía de plenitud, satisfacción y
hasta orgullo, desde mi muy modesta posición de casi figurante -especialmente
en la escena del conjuro hechicero de La Celestina- porque crecía y crecía… con
Carlos y esa Rajatabla, se ejercitaba la conciencia de que los montajes, debían
evolucionar, y efectivamente, tras su estreno, solían continuar creciendo.
¿Cuál
de sus obras de teatro te impactó más y por qué?
Es
difícil elegir, porque hay distintos modos de que algo te impacte. Y en casi
todas las creaciones de Carlos algo me convocaba o me era revelado. Por
ejemplo, Señor
presidente me sorprendió porque apenas había visto teatro y ese juego de
rito y fiesta, esos profesionales tan comprometidos con la teatralidad de lo
grotesco, lo esperpéntico… todo era nuevo para mí, tan jovencito y con pocas referencias…
me impactó. Luego, La
muerte de García Lorca, la belleza de los colores y luces que evocaban fotografías
sepia de principios del siglo XX, el ritmo, las posibilidades de los cuerpos
bien entrenados en el espacio vacío… ¡El beso entre dos personajes masculinos!
Valorizado, poetizado en el centro proscenio nada menos que del Teatro Nacional,
¡no lo podía creer…! Eran principios de los 80’s… “¡Se van a besar, se van a
besar!”, me decía boquiabierto, y ¡Sí! Menudo salto desde el vientre a la
garganta el de aquel muchacho que yo era… ¡Cuanta belleza, revisión histórica,
humanismo y exaltación de la libertad, qué impacto!.
Ya,
más adelante, con un criterio más formado su Peer
Gynt también me impresionó. Creo que constituyó un gran hito en el camino
de Carlos como poeta de la escena, fue un delirio magnífico a partir del texto
de Ibsen. También el Fuenteovejuna,
coproducido con la Compañía Nacional, planteado por Carlos desde el imaginario
de la Guerra civil española y con mucha economía de recursos fue muy estimulante
para mí, esencialmente por la riqueza en la desnudez para actualizar y
potenciar el llamado a la responsabilidad colectiva, a la dignidad que alienta el
texto de Lope de Vega. Por supuesto su versión escénica de El
Coronel no tiene quien le escriba que sorprendió al propio García Márquez,
llevó a la compañía a Australia y más allá… mucho testimonios hay al respecto,
así que… Sí, aparte de aquellos montajes en los que participé, destacaría esos
cinco, pero ninguno -incluida la opción del rechazo- fue indiferente para mí.
Carlos
era muy generoso, de ayudar mucho a las personas, fueran de teatro o no, y
siempre en forma anónima.
No
afirmaría que siempre de forma anónima, pero sí que no ostentaba, no iba por la
vida de “generoso”, al contrario muchas veces iba más jugando a la máscara de
“cruel castigador” o “perdona vidas” (Risas). El Carlos que yo conocí, aún con
sus contradicciones y matices, tenía una profunda vocación por la libertad y el
respeto a esa misma libertad en los demás, en cada uno -si era consciente de
ello, eso sí- así como también un inmenso afán de justicia social. Las
injusticias le enervaban y ciertamente ejercía la generosidad cuando estaba en
sus manos. Como uno de sus hijos “bastardos” (por el lado de la dramaturgia y
la venezolanidad me siento vástago de la Santísima Trinidad y El Nuevo Grupo, y
por el de la Puesta en escena y la voluntad viajera, aventurera, de riesgo… de
Carlos y Rajatabla) puedo afirmar que Carlos fue excepcionalmente espléndido
conmigo.
Para
Carlos libertad individual y justicia social debían ir necesariamente juntas.
Si el día hubiera tenido más horas, él no sólo habría gestionado Festivales
nacionales o provinciales, sino organizado al gremio y diseñado un proyecto
para la dignificación y el bienestar social -como poco- de la gente del teatro
venezolano. Yo conocí a un Carlos muy desprendido, un tipo capaz de dejarte las
llaves de su casa si se iba de viaje si estabas trabajando con él y atravesabas
por una circunstancial necesidad de alojamiento. Lo hizo más de una vez con
varias personas y si no, se ocupaba de gestionar el modo de solucionar el
problema, lo tenía pendiente en su agenda mental. Con su ropa, igual ¿ibas a
viajar en invierno y no tenías abrigo o bufanda? Abría su armario o los baúles
de vestuario del grupo. Su voluntad de que los demás pudieran cobrar por su
trabajo en el teatro no se quedaba sólo en buenas intenciones, se aplicaba a
ello. Seguramente me repito, pero fue el primero que junto a su grupo consiguió
una nómina fija para un elenco del país, y en sus últimos años, durante la
administración del Maestro Abreu, con el Teatro Nacional Juvenil, el Centro de
Directores para el Nuevo Teatro, Fundateneofestival y el IUDET, muchos profesionales
a lo largo de Venezuela, jóvenes con estudios y veteranos, contaron con un sueldo
mensual. Para él eso era esencial como garantía de la calidad de los frutos a
mediano y largo plazo, para la continuidad de un proyecto: la dedicación de
artistas y técnicos recibiendo una retribución lo más digna posible, que le
permitiera satisfacer al menos sus necesidades básicas. Con el Maestro Abreu
como Ministro, que sabía de ello por su Sistema Nacional de Orquestas, pudo
lograrlo para el sector teatral. ¿No es esto pensar, proyectar y actuar con
generosidad? Ni hablar a la hora de apoyar a uno de los suyos que -equivocado o
no, con responsabilidad o no- se hubiera metido en un lío de gravedad o se
viera en circunstancias precarias o de enfermedad que, si Carlos se enteraba,
movía cielo y tierra para que saliese del problema lo más airoso o airosa
posible. Luego, puertas adentro, podía reclamar, confrontar y hasta establecer
rigurosas sanciones si el asunto en cuestión salpicaba a la compañía o a él
personalmente, pero jamás le dejaría solo o sola a merced de. Carlos mismo lo
admitió en una entrevista cuando le preguntaron directamente, el grupo bien
podía tener las características de “una mafia” en la que él era “il capo” como
solían llamarle algunos afectuosamente, sobre todo, Pilar Romero. Y aunque
quizás, esa apreciación no deje de ser una metáfora lúdica con mucho de
histriónico y fantasioso, lo cierto es que en similitud con las mafias, las
relaciones se movían desde las características elementales de una familia con
gran casa, claro proyecto y consciente de sí misma: la generosidad, el
compromiso de cada uno desde sus capacidades, la disciplina y ¡muy
determinante! la lealtad, en la conciencia de que “los trapos sucios se lavan
en casa”… claro que lo ideal era tenerlos impolutos, y para ello, como me dijo el
actor Juan Manuel Montesinos cuando le pregunté si era capaz de definir a
Rajatabla en una frase, la base de todo y de todos a su alrededor era:
“Trabajo, trabajo y más trabajo”.
Así
era. De allí que, los adversarios de Carlos podían hablar mal de sus puestas y
opciones estéticas, inventarse las pesadillas más burdas y malintencionadas de
él como persona, la leyenda oscura… pero jamás pudieron alegar que él y el
grupo que lideraba no eran gente excepcionalmente trabajadora, ni tampoco que no
era generoso con los suyos. Al contrario de algunos directores de otros
colectivos -lo sé por compañeros que jamás trabajaron con Carlos pero observaban
esto sorprendidos- hasta al último de los figurantes de sus obras, asistente de
escena o empleada de la limpieza, eran halagados y valorizados en público por él,
que mencionaba sus méritos públicamente en cócteles de estreno, eventos, etc. Estando
de gira, en cualquier consulado, festival, encuentro o agasajo; su gente, sus
actores y colaboradores, eran los mejores (“¡Glorioso!”, una de sus expresiones
favoritas) en su individualidad y los rasgos particulares de su talento; y
estaban allí con él porque lo merecían, como podían merecer -y llegaba a decirlo-
estar sobre cualquiera de los mejores escenarios del mundo… ¡Oh, Carlos y sus euforias
e hipérboles! “¡Glorioso!” …y eso le salía espontáneamente… generosidad.
Los
que llegamos a viajar con la Rajatabla de la época de Carlos sabemos el
privilegio que fue participar de ello. Si ir a otros lugares para presentar los
trabajos que uno ha hecho con amor siempre es cosa buena, con Rajatabla se
tornaba… glorioso, ciertamente: múltiples oportunidades de conocimiento,
crecimiento y sinigual ejercicio de libertad. Sobre esto escribí una vez y no
es el tema ahora, pero viene a colación por lo de la generosidad. Para Carlos,
como he dicho, viajar era una vocación esencial, conocer mundo de primera mano,
lo que han hecho y hacen otros, cultura, experiencias ¡vida! Y esta concepción
y entusiasmo, no sólo lo transmitía, sino que lo propiciaba en uno, que era un
joven aprendiz. En las giras uno podía palpar el prestigio internacional, suyo
y de su proyecto, y Carlos hacía por ir más allá de la función en una sala: no
se trataba de llegar, montar, ensayar, presentarse e irse, como muchos grupos
en estos casos, sino de procurar disfrutar de las prerrogativas culturales de
los viajes, tanto enriqueciéndose con los trabajos de profesionales de otros
sitios como conociendo los lugares. Rajatabla llegó a un punto en el que pudo
exigirlo o permitírselo por autogestión: en los años 80’s y primeros 90’s junto
a los espectáculos del brasilero Macunaíma de Filhó, los del caraqueño Rajatabla,
eran de los pocos grupos latinoamericanos cuyo caché (valorización monetaria
por función) se igualaba al de la mayoría de las grandes compañías europeas,
norteamericanas u orientales. Parte de eso llegó a invertirse en ampliar las prerrogativas
del grupo durante los viajes. Se trataba de que éstos nutrieran de vivencias y
conocimiento a cada uno y, con ello, que el proyecto colectivo evolucionara.
Esta fue una impronta marcada por Carlos desde los albores del grupo. Sabiendo
esto, él también ejercía su agudeza y capacidad de dar cuando se elegían
elencos para las giras, los méritos y la potencialidad de los que no eran del
núcleo estable de la compañía, eran determinantes. Un viaje era para vivirlo,
más allá de las horas de ensayos y funciones. Quienes viajábamos con Carlos,
sabíamos que si te decía que le acompañaras a tal o cual museo o a tal o cual yacimiento
arqueológico, librería o café o plaza donde se sentaba tal poeta o aquel lugar
exótico que tanto nombraban los lugareños o… aunque tú tuvieras intención o
disposición haciendo un esfuerzo, él pagaría absolutamente todo: el asunto era
disfrutar de aquello, aprovechar las oportunidades del estar allí. Como en las
familias, quien en ese momento tuviese la holgura para pagar, pagaría, y en
esos casos -como en la mayoría- era él… así que, ¿cuál era el problema? ¡Para
él era inconcebible que, estando en el DF no fuéramos a Teotihuacán o en San
José y no procurarse la belleza de un atardecer viendo el Pacífico! No sería el
dinero lo que le privaría de hacerlo con amigos. De hecho, no en balde, para
algunos de sus más íntimos, Carlos era muy poco ahorrador y nada calculador con
el dinero propio, un manirroto al que le gustaba invitar a diestra y siniestra…
no creo que haya sido exactamente así, pero sí que no escatimaba en subvencionar
a otro en estas situaciones. Recuerdo su alegría viajera y pienso que para él
eran emociones que se multiplicaban cuando lo hacía en compañía de gente
querida. Sin esos presentes tan perfectos al ser compartidos, ¿qué mayor valor
podía tener el dinero?.
***
A
propósito de generosidad:
INT.
MUSEO DEL LOUVRE. DÍA.
Después
de ver -yo por primera vez- La Mona Lisa, La Victoria de Samotracia… y otras de
esas maravillas ante las que se te mueven tantas cosas sorteando codazos y
voces de turistas, esforzándote porque no te sustraigan de tus sensaciones, la
conciencia de fortuna y privilegio… Carlos va y me toma por el brazo “Quiero
que veas algo” … Veloz y entusiasmado como un adolescente me conduce hasta
salones de esculturas, afortunadamente mucho más despejados de visitantes… iba directo, rápido y frenó: “¡Lo más hermoso del Louvre! ¡Lo que más amo
de aquí!” … ahí estaban los dos esclavos de Miguel Ángel, el Rebelde y el
Moribundo en todo su esplendor de fuerza y sensualidad… Los vi, los disfruté,
me conmoví… por ellos, por supuesto, por Miguel Ángel, claro, por la historia
del Arte occidental y todo lo demás… pero más, porque lo hacía a través de los
ojos profundamente conmovidos, llenos de fervor de Carlos por la belleza… de su
sincerísimo, humanísimo, tiernísimo deseo de compartirlo conmigo, de su alegría
porque yo -su amigo, ese muchacho de provincia como él que yo era- accediera a
esa grandeza… “¡Glorioso!”. Un regalo.
***
INT.
APARTAMENTO. NOCHE.
Charla
y vino con la actriz América Alonso y Carlos. Una de las primeras tertulias
maravillosas de mi vida, con dos seres brillantes, cultos y muy conscientes de
sí mismos, en las que la inteligencia y el humor lleno de sutilezas, detonaban
exquisitez y risas como fuegos artificiales. Eso: Carlos y América juntos desplegando
su sentido del humor fue un regalo.
***
Y
para cerrar el tema de la generosidad, una anécdota, porque me la contaron los
dos protagonistas: Carlos y el gran actor Alexander Milic, a quien por su
construcción del personaje de La
Celestina un crítico neoyorquino calificó como “el Orson Wells
latinoamericano”.
INT/EXT.
VENEZUELA - VARIAS LOCACIONES. DÍAS/NOCHES.
Milic
fue un actor brillante y premiado desde muy joven, había trabajado con los
mejores, entre otros con El Nuevo Grupo y con Rajatabla, de cuyo exilio en
Madrid en los años setenta participó. En los ochenta, su alcoholismo era cuento
de dominio público entre los que pertenecíamos al medio. Un inmenso talento
socavado por la adicción descontrolada, cuyas consecuencias de no pocos riesgos
y costos para compañeros, grupos y salas, condujeron a que fuera tácita o
expresamente proscrito. La gente de los centros de producción en los que había
estado apenas escuchar su nombre hacían el Vade Retro, la directiva de
Rajatabla entre ellos. En el teatro hay tanta interdependencia que, aunque haya
amistad, si rompes el pacto (faltas a una función o, peor, causas estropicio al
discurso escénico o irrespeto a colegas y/o al público, etc.) no funcionas, más
pronto que tarde eres declarado No Apto. La disciplina se impone incluso al
talento y a nexos afectivos, generalmente. Pues bien, era yo un veinteañero
cuando algunos llegaban al Ateneo y al Café Rajatabla a recoger dinero para que
ese inmenso actor otrora premiado y ahora tan penosamente precario -sin dientes
antes de los cuarenta años- pudiera comer¡!
De
pronto, Alexander desapareció y probablemente muy pocos percibirían su
ausencia.
Transcurrido
un buen tiempo, un día, llegó a la oficina alguien muy sobrio preguntando por “el
señor Carlos Giménez”, que en ese momento estaba en pleno ascenso de poderío y
como siempre en medio de “trabajo, trabajo, y más trabajo”. Le preguntaron por
el motivo de su visita y si le podía atender otra persona, pero se negó, él
tenía que hablar única y exclusivamente con… “yo espero”. Y esperó y esperó y… cuando
por fin Carlos accidentalmente se enteró de la espera -y armó el zafarrancho de
rigor a quienes por proteger la antesala, no le habían informado o lo habían
hecho difusamente, cosa que sucedía mucho por entonces- excusándose, le hizo
pasar. Ese alguien se identificó: trabajaba en una granja de desintoxicación y
rehabilitación en la que estaba “un hombre” que, tras un buen tiempo, muchísimos
esfuerzos -físicos y sicológicos- e intensa voluntad, había superado el
descontrol de su adicción al alcohol, se asumía como Alcohólico Anónimo y se
encontraba en la fase en la cual estaba “preparado para reinsertarse a la vida en
sociedad”. (¡…!)
A
la pregunta de contactos para poder intentar esa reinserción y con la inmensa
conciencia de sus muchos estropicios, Alexander había respondido que nadie. Sin
poder creerlo, insistieron e insistieron hasta que… “bueno, sí, hay una
persona…” y pronunció el nombre de Carlos, como una esperanza muy muy lejana,
pues sabía que Carlos era el grupo, la directiva y sus pactos de consenso… pero
lo dio, el nombre (“sí, él es el único que podría ayudarme”), con escepticismo,
el hilito del quién sabe y una salvedad: no dar la mínima señal de su historia
a nadie que no fuera Carlos directamente, si no… era preferible regresar a la granja”
… Fue tan serio, sobrio y convincente el
mensajero, que Carlos -aun sabiendo a lo que se tendría que enfrentar al
comprometerse- no pudo más que decirle que sí. “¡No sabes lo que fue…!”, me contó:
en la junta directiva, tras un preámbulo, no llegó a terminar de decir el
nombre cuando obtuvo la negación rotunda de todos: no eran una segunda ni una
tercera o cuarta oportunidad, era… el agotamiento de la fe, la respuesta al
reiterado agravio “¡Ni una más!”. Tras discutir y argumentar mucho, Carlos optó
por el recurso de asumir personalmente la responsabilidad y logró -si acaso- de
los compañeros un ínfimo beneficio de duda y -a regañadientes, escépticos- la
imposición de unas condiciones rigurosas: entraría con paga de principiante, se
le asignarían papeles de mínima responsabilidad y al primer “asomo” de falta, ¡Fuera!
Carlos accedió no sin tensiones.
Alexander
salió de la granja casi incrédulo, admirado aunque no sorprendido por la
capacidad de Carlos, gordito alegre, aceptó las condiciones y asumió la
vigilancia y el escepticismo que venían en el paquete, aceptaría incluso las
humillaciones si eran necesarias. Recomenzó desde muy abajo y así como se había
sometido a sustituir sus dientes por prótesis y comprometido en la conciencia
de ser un Alcohólico Anónimo, inició la restauración de su vocación, su inmenso
talento y su dignidad. De Policía de dos frases a Comisario de cuatro, luego
personaje con nombre y de allí a… hasta aparecer La
Celestina con el critico del Times señalándole como el Orson Wells
suramericano… después vendrían Calibán en La
Tempestad, El Comendador de Fuenteovejuna…
en paralelo películas como Jericó y más adelante ya la tele y la popularidad,
el Don Lengua en Por estas Calles…
Cuando
La
Celestina nos hicimos amigos. En cada ciudad de la gira, buscaba y se
reportaba en la sede de AA. Con su “zumo de tomate preparado” o sus -entonces,
escasas y caras- cervezas sin alcohol, no dejaba de compartir en algún bar tras
una función, con quienes sí tomábamos el Bloody Mary con vodka o, como Carlos,
el Gin tonic con sus grados correspondientes.
El agradecimiento de Alexander era infinito, su inteligencia y su
intuición no le habían engañado: Carlos era “el único que podía...”. Lo hizo. A
contrapelo. Y valió la pena, ¡vaya si valió la pena!.
¡Qué
historia tan conmovedora! ¿Cómo no amar a Carlos? Yo trabajaba con Carlos en el
Ateneo en esa época y, sin saber los entretelones que tú tan bien cuentas,
todos los mediodías veía llegar a Alexander, tocar la puerta de la oficina de
Carlos que él mismo abría y salir al poco rato con una sonrisa magnífica en el
rostro y un paquete en las manos, sus ojos brillando de felicidad. ¿Qué había
en el paquete? Poco tiempo después Alexander mismo me lo contó sin que yo le
preguntara nada: comida caliente. Carlos jamás dijo nada. Pero sus detractores,
y vaya que Carlos los tenía, decían que tenía mal carácter, que estallaba de ira por cualquier cosa, que era un déspota.
¿Cómo era contigo?
Eso
de “mal carácter” y la “ira por cualquier cosa”, aún sin negarlos del todo,
siempre me han parecido afirmaciones demasiado enfáticas, sesgadas y no pocas
veces interesadas, a fin de la construcción del hombre-leyenda (en este caso,
no precisamente la menos oscura). Sí, suelen gustar los estereotipos y ése era
bastante eficaz para algunos detractores porque a la vuelta estaban Hitler o
Mussolini, Stalin o el General Gómez… En fin, ese tipo de narrativa que prefiere
no lidiar con los matices, que necesita simplificar, ubicar, tener bajo control
a través de una etiqueta… Para realizar los muchísimos proyectos artísticos,
gerenciales y de promoción cultural, nacionales e internacionales, así como para
obtener los niveles de poder a los que llegó Carlos, sin contar con los grandes
y leales afectos que cultivó tanto en lo profesional como en lo íntimo y
personal, ¿no es obvio que resultaría imprescindible poner sobre los distintos
tableros no pocas dosis de encanto y seducción? (¡!) …y Carlos era, durante la
mayor parte de las veinticuatro horas del día -y entre otras cosas- un gran seductor.
Pero, claro, seducir es menos espectacular y muchas veces hasta silencioso,
entra más en el género del buen drama y ya se sabe que suelen hacer más
taquilla la comedia costumbrista y sus sucedáneos.
Conmigo lo fue cuando quiso serlo y ejerció sus facetas no tan amables cuando lo necesitó o consideró. Llegamos a ser muy buenos amigos, y en una amistad entre adultos hay respeto, aceptación del otro, sinceridad y libertad de ser, incluidas confrontaciones, diferencias, equívocos y rectificaciones. Nuestra relación también estuvo teñida de ciertos elementos paterno-filiales y de maestro-discípulo con todo lo que eso supone en cuanto a las complejidades implícitas respecto a autoridad, rebeldía, negociaciones y hasta las simbólicas necesidades de “matar al padre” para poder resucitarlo en un igual, o no… Carlos y yo transitamos esos matices, siempre desde el afecto y la inteligencia, hasta percibirnos como “ distintos y equivalentes” y por tanto alimentan la confianza, la comprensión, el perdón y la oscilación permanente entre equilibrio y desequilibrio. Valorándonos, cuidábamos nuestra relación.
Hay
muchas definiciones maravillosas sobre Carlos, pero no puedo citarlas a todas
así que sólo citaré tres. Para Rubén Monasterios era “un ángel furibundo. Para Azparren
Giménez: “hubo una pasión por Carlos Giménez que siempre me recordó al
personaje de Teorema, la película de Pasolini”. Y para la nominada al
Oscar, Norma Aleandro, Carlos tenía un “ÁNGEL” impresionante”, y el
“ángel” lo dijo en mayúsculas. ¿A qué
Carlos conociste tú o conociste a los tres?
Sin
duda, conocí a los tres y a algunos otros (risas). Haber estado en su círculo y
también fuera de él, incluso junto a sus adversarios, me permitió ese
privilegio.
Es
muy difícil y arriesgado definir a un hombre, y mucho más a alguien con tantas
facetas y tan complejo como Carlos Giménez. Sin embargo, esas definiciones de
personas tan perceptivas e inteligentes son aproximaciones bastante acertadas
acerca de su persona.
Yo
me atrevería a decir que Carlos fue un hombre que -con una excepcional conciencia y voluntad de libertad-
procuró potenciar al máximo su ser, seguirse a sí mismo como poquísimas
personas solemos tener la valentía de hacer. Carlos asumió los riesgos y las
prerrogativas de lo que significa SER, ESTAR, VIVIR -con mayúsculas- y, con
ello, todas las consecuencias que eso pudiera traer consigo, desde el extremo
de ser odiado, denostado y/o atacado hasta el de ser idolatrado y/o despojado
de humanidad como un ícono, un símbolo o el santísimo fósil que algunos se han
esforzado en construir. Por el contrario, una de las particularidades de Carlos
es que SE PERMITIÓ SER TODO LO HUMANO QUE PUDO SER, transitar por la mayor gama
de emociones y experiencias que esa humanidad le permitió, y esto incluye desde
las mejores hasta las menos deseables; desde la profunda nobleza y la entrega
altruista hasta las pulsiones de venganza o crueldad… (Esa inmensa humanidad es
lo que lo hace más “Glorioso” a mis ojos) …como buen poeta, consciente de su
sombra -que dirían los junguianos- Carlos encontró a través del trabajo
creativo ponerla sobre la mesa y el escenario enfrentando sus contradicciones,
logrando potenciar lo exaltable, espantar lo espantable y aceptar lo inamovible.
Carlos fue uno de esos seres que nacen cada muchísimos años, dotado no sólo de múltiples
capacidades sino de más que suficientes recursos de inteligencia, intuición,
resiliencia y gestión del azar, como para hallar la manera de desarrollarlas
con éxito. Su ser estaba a las antípodas de la mediocridad, el conformismo, la
indolencia y la resignación.
Particularmente,
siempre valoré mucho su capacidad de trabajo que, como se sabe, era inmensa, su
habilidad para crear entusiasmo y confianza en los demás. Pocas veces en un
gran artista -con discurso personal y en permanente dialéctica con su obra,
contexto y momento histórico- confluyen al mismo nivel la condición de poeta y
las habilidades gerenciales y de negociación, de socialización de sus
creaciones. En especial, siempre me pareció impresionante su agudeza para
diferenciar en el trato a cada uno, desde un ministro o un funcionario hasta una
primera actriz o un joven aspirante a actor, desde su mano derecha en la administración
o el diseño hasta quien hacía la limpieza, desde su acendrado y competitivo
adversario hasta el más rastrero adulador o cancerbero que tenía a su lado. No
sé cómo lo hacía pero ¡se enteraba de todo, de los más mínimos detalles! Como
seductor, manejaba muy bien “la ley de la marcha”, ese generar o alimentar deseo-rechazo
convenientemente en los otros. En este sentido, sabía perfectamente cuando ser desdeñoso
o iracundo -su leyenda oscura se nutre de buena parte de estas anécdotas- y cuándo
cálido, protector, solidario y encantador. “El chivo sabe a quien mea” es un dicho
popular y Carlos era un chivo con una excepcional precisión al dirigir sus
aguas. Admiraba y respetaba profundamente la inteligencia, la creatividad, la
iniciativa, la coherencia, la capacidad de trabajo y el sentido de ubicación,
aún y cuando fuera un adversario. Algo que también admiré siempre fue su excepcional
y profunda comprensión de eso que podría llamarse “la venezolanidad”. No sé
cuándo ni cómo desarrolló esta capacidad, pero en los tiempos en los que le
conocí, ya en una posición de considerable poder en el medio cultural, me di
cuenta de ese hallazgo, esa agudeza. Sabía cuándo jugar a Doña Bárbara o a
Santos Luzardo, cuándo evocar a Marisela o a Juan Bimba, a Tío Tigre o Tío
Conejo, ¡más que muchos nacidos en el país! Quizá fue su “otredad” inicial por
gentilicio sumada a esa del artista u hombre del pensamiento, con la pulsión de
miradas distanciadas del entorno para entenderlo, lo que le ayudó a
interpretarlo más allá de lo aparente. Carlos conocía muy bien las dinámicas de
relación -al menos, de poder- en Venezuela, los mapas y entresijos psicológicos
y psicosociales de sus habitantes, sus sutilezas. Siempre llamó mi atención -y
supe que no era banal- que de los muchos talentosos hombres y mujeres de la
cultura que emigraron del Sur entre los sesenta y los setenta, y que tanto
aportaron al país, Carlos quizás fue el único que conocí -o uno de los pocos-
que al hablar no se le notaba apenas el acento. Había que estar muy cerca de él
y durante muchos y muy distintos momentos para detectarlo, presenciar un
encuentro con sus paisanos, por ejemplo, pero de resto... Era argentino, sí, de
Córdoba, pero no sólo su lenguaje sino su cadencia, el humor, el modo de
liderar y de seducir, de manejarse entre las instituciones, iguales,
subalternos, discípulos, etc. habían pasado por una permeabilidad consciente y
comprometida. Adquirir una segunda nacionalidad no fue sólo de papeles ni
estaba por debajo de la primera (¡recuerdo su emoción en un restaurante
argentino en Madrid, pidiendo Matambre!). Carlos amaba al país como un
venezolano más, tanto que se permitía criticarlo o rechazarlo, detestar sus
rémoras y defectos, alabar sus virtudes y potencialidades; todo con la libertad
y legitimidad que sólo da la interiorizada e irrefutable pertenencia.
Cuando
a finales de los ochenta dirigió para el Public Theater en Nueva York La
muerte de García Lorca con un elenco de actrices y actores de distintos
países, y estaba en la cima del reconocimiento y la demanda internacionales, le
pregunté por qué, si en Venezuela las cosas llevaban varios años yendo en
picada y él podía elegir, no decidía irse a vivir y trabajar en otro lugar, en
un gran teatro de Estados Unidos, España, Italia o Argentina, donde le
acogerían con los brazos abiertos y magníficas condiciones… y me dijo: “…porque
en Venezuela está el proyecto que elegí, los míos y mi casa, que es Rajatabla”.
¿Qué es lo mejor que aprendiste con él?
Nunca
me he preguntado esto, pero pensándolo ahora creo que tal vez esa voluntad socrática
de ser él, de conocerse, potenciarse, seguirse a sí mismo en su unicidad, esa valentía;
ese empecinamiento en ejercer la libertad desde quien se es y se puede llegar a
ser, proyectado en lo posible hacia su entorno y los otros. Ese compromiso con
la profunda esencia humana de uno, con la vida y su transcurrir, que no es
eterno. Esa conciencia de saberse el primer responsable de ello y procurar, contando
con lo luminoso y lo oscuro, con errores y logros, éxitos y fracasos, la mayor coherencia,
entusiasmo, generosidad y lealtad posibles… eso, en primera instancia…
…
y por supuesto, qué duda cabe, la pasión de Carlos por el teatro como arte y el
compromiso por una vocación, su dignidad y dignificación, para mí fue absolutamente
ejemplar. De hecho, tengo anécdotas sobre actores contemporáneos conmigo que -al
venir de escuelas con maestros que adversaban (por no decir odiaban) a Carlos
y, como solía suceder, desde sus cátedras alimentaban la “leyenda negra”
sembrando prejuicios hacia él- aún sin conocerle, ya tenían formado un juicio e
incluso hasta expresaban que no querían ser dirigidos por él o trabajar en su
grupo. Recuerdo haberles dicho que muy probablemente, si trabajaban un día con
él, sus apreciaciones, como poco, no iban a ser tan categóricas. Sucedió:
cuando, por azar o lo que fuere, les tocó estar en un proceso de montaje
dirigido por Carlos, sin excepción, me fueron dando la razón. Si no se
enamoraban de él, como mínimo, quedaban impresionados, admirados, intimidados
por la pasión, la capacidad de trabajo y, sobre todo, por el amor al teatro
como arte, el respeto, el compromiso y la entrega para con sus oficios y
oficiantes, que difícilmente habían podido palpar con tal intensidad -de hecho
y no sólo de palabra- en otros líderes o maestros que habían conocido. Amor activo
y estrechamente vinculado con lo vivo, lo humano, lo cambiante, con la libertad
de ser, en el teatro como en la vida y viceversa, a veces. Tan solo un pequeño
detalle, algo muy excepcional en el contexto, era suficiente para
sorprenderles: Carlos daba el ejemplo. En la vida como en el teatro, repito.
Tanto en el hacer por el placer de disfrutar del arte, de la discusión tras un
ensayo, de una copa o del encuentro amistoso, como en el respeto y el
compromiso por el propio oficio… daba el ejemplo. Podía haber estado bebiendo Gin
tonics, riendo y disfrutando en una mesa del café Rajatabla hasta la madrugada,
haber llegado a su casa y caído en la cama sin quitarse apenas ropa… sin
embargo, si la cita para el ensayo era a las ocho de la mañana, a las ocho
menos diez Carlos estaba entrando recién bañado y vestido, con sus notas,
dibujos y libros bajo el brazo, con sus propuestas, dispuesto a ejercer el
oficio que amaba y dando instrucciones al asistente de turno, al ayudante de
producción o a la secretaria sobre la agenda del día. Por supuesto, tenía un
grupo de actores y colaboradores que, también amantes de su profesión, en su
mayoría llevaban ya media hora entrenando su cuerpo, pasando letra y/o
repasando alguna indicación dada anteriormente o idea propia a presentar ese
día. En un contexto históricamente tan
traicionado por sus líderes, esta coherencia, este ejemplo -hoy estoy seguro-
fue una de las razones por las que Carlos fue tan amado (y odiado), pudo contar
con una singular lealtad de su gente, proponerse y desarrollar con éxito tantos
proyectos y generar confianza personal e institucional. En un contexto tan
plagado de paternidad irresponsable, ausente y/o maltratadora, un líder
coherente y ejemplar, es capaz de generar no pocos hijos, discípulos, soldados
o acólitos leales, dispuestos a proteger casa y madre, que para el caso eran nada
menos que el teatro y la vocación por él.
Como
he dicho, para mí uno de los aspectos más excepcionales -y ejemplares- de
Carlos fue su valentía al explorar en su potencial de humanidad y libertad. En
este sentido también en lo personal fue importante para mí: Carlos fue la
primera persona de su generación que conocí con la determinación de vivir su
sexualidad desde la conciencia de hombre libre, procurarla con dignidad y, en
lo posible, en armonía con su entorno, sin ostentaciones o provocaciones, pero
tampoco escamoteándola ni en los actos creativos ni en la imagen pública. Su
sexualidad pertenecía al ámbito de lo privado, la vivía sin innecesarios ocultamientos
y determinado como ciudadano que cumple con sus deberes y hacer valer sus
derechos; algo muy excepcional sobre todo si pensamos en una sociedad
profundamente machista y homófoba como la latinoamericana en general y la
venezolana, muy en particular, tan plagada de doble moral, ignorancia e hipocresía.
Carlos era un ávido lector, amaba la poesía, el humor y lo lúdico en lo
cotidiano, le apasionaba la historia y procuraba estar informado acerca de los
sucesos más importantes del mundo. Antes de que existiera el “Orgullo Gay”, supo
de los hechos de Stonewall (1969) y de la sustracción en los setenta de la
homosexualidad como patología (Asociación Estadounidense de Psiquiatría, 1973)
y de las acciones reivindicativas del entonces llamado “Movimiento gay”, en
Europa y en muchos lugares de América. Desde su agudeza y conciencia de contar
con una vida para ser vivida, como hombre de acción, procuró ser todo lo libre
que pudo en este esencial aspecto. Desde el punto de vista de las posteriores
luchas y logros del Movimiento LGBTIQ+, Carlos fue un verdadero pionero dando
testimonio de visibilidad, en sus obras, sus demás proyectos y en su vida. En
su entorno -y al hilo de la tradición de los Cómicos de la Legua y las herencias
pagana y laica de la gente de teatro- la sexodiversidad fue algo vivido con la
naturalidad y la espontaneidad bastante cercanas con las que en el siglo XXI,
refrendados por leyes y normativas, pueden ostentar algunas sociedades en
occidente. Carlos no tenía lo que se suele llamar “pluma”, pero podía haberse
batido en duelo si alguien hubiera pretendido discriminar o humillar a cualquiera
por eso o algo similar. Estar en su entorno fue resguardo y afianzamiento de
libertad para muchos, hombres, mujeres y no-binarios (antes de bautizarles, ya
existía como opción, por supuesto). En el medio cultural venezolano nada de esto
era secreto, y los inventos y fantasías – la leyenda- no pocas veces con pretensiones
de calumnia e inquisición, no tuvieron límites para denostar y desprestigiar
con base en trasfondos homófobos mezclados con envidias y resentimientos. En
realidad, en el ámbito de las artes estas informaciones sobre sexodiversidad
suelen ser de dominio público, pero la diferencia en cuanto al área de
influencia de Carlos y Rajatabla (poco a poco irían sumándose otras y otros
valientes), era que no pretendían negar ni esconder, sino que procuraban vivirla
con frontalidad e incluso prestos a la beligerancia, si hubiera sido necesario.
El trabajo excepcional y prestigioso, su consecuente y creciente poder fueron, desde
luego, escudo protector. Quienes siendo
jóvenes en los años setenta y ochenta contamos con referencias positivas y
vitalistas de alguien como Carlos, la gente del Rajatabla de entonces y sus
testimonios (¡En ámbito de la sexodiversidad hemos tenido acceso a tan pocas!),
podemos considerarnos realmente privilegiados respecto a la mayoría de nuestra
generación. Yo, desde luego, así lo he valorado, y me siento infinitamente
agradecido.
¿Cuál
es para ti su mayor legado?
Entre
muchas otras cosas, contar con Carlos al frente de muchos proyectos creativos y
gerenciales durante más de dos décadas, fue una fortuna, un privilegio para la
cultura en Venezuela; un aporte inmenso y excepcionalmente significativo que,
al sumarse a la acciones quienes ya venían construyendo en antes de los setenta
(Chalbaud, Cabrujas, Rengifo, Chocrón, Orsini, Peterson, Herrera, Curiel,
Pinto, Márquez Páez, Gil, Alonso, los Antillano, Torrence, Alvarez Sierra, Costea,
entre otros), marcó un punto de inflexión en la evolución de las artes
escénicas en el país, sobre todo en cuanto a continuidad, profesionalización, desarrollo
de un discurso estético en la puesta en escena, atención institucional pública
y privada y ¡cómo no! proyección internacional.
Las
iniciativas lideradas por Carlos iban dirigidas a la solidez y a la
permanencia, a través del trabajo con muchísima disciplina, rigor técnico, compromiso
y constancia. En un sentido más esencial y profundo, de planos sicosociales o
antropológicos, considero que cada una de sus iniciativas supusieron verdaderos
ejercicios de autoconciencia, autoestima y confianza, tanto en lo individual
como en lo colectivo, aporte de considerables dimensiones al tratarse de una
sociedad que históricamente ha sostenido (y sostiene) grandes rémoras y
fragilidades al respecto.
Sólo
por hablar de Rajatabla como grupo, el hecho de que sus integrantes, en su
mayoría actores y actrices, pudieran contar con un moderado monto mensual en un
presupuesto anual, una sede y, durante años, dedicarse jornada completa -sin
tener que hacer televisión, publicidad, ejercer el funcionariado cultural o
cualquier otro oficio, que es a lo que siempre habían recurrido los de la
profesión y ocurre en la mayoría de países de América Latina- devino la
excelencia de muchas producciones que -gracias al “afán viajero”, a ese “pensar
en grande y hacer por ello” persistente en Carlos- les llevó a un éxito
internacional inédito hasta entonces para trabajos escénicos. Hay un ejemplo
muy elocuente: en los años setenta y ochenta, cualquier lector del masivo
diario deportivo “Meridiano”, en un pueblo como Apartaderos o una ciudad como
Cabimas, que jamás había visto una obra, tras decirle la palabra Teatro a fin
de colocarla en un formulario de “premios de farándula” (“Meridiano de Oro” se
llamaban y los concedían anualmente) en un alto porcentaje escribían:
Rajatabla. Muy seguramente nunca les habían visto, pero sabían que
permanentemente hacían temporadas en Caracas, que viajaban y “eran famosos” en
el mundo. Por supuesto que en esto, el apoyo del Ateneo de Caracas, de la
señora María Teresa que generó imagen y presencia a través del diario “El
Nacional” -realmente excepcional en relación con otros proyectos e
inteligentemente administrado por Carlos- fue determinante; hasta quien no lo
compraba o no lo leía, sabía que existía un “Cuerpo C” y/o un suplemento
semanal en los que aparecían las referencias más importantes (o al menos, las
sancionadas como tales desde los diferentes poderes) de la cultura de mayor
prestigio en el país. Y allí, la persistencia del grupo en sus actividades
habituales, reseñas y críticas, con énfasis en las internacionales, destacando
convocatoria y éxitos, sumado a lo que entonces era posible en la televisión
-poquísimo, como suele suceder con el arte en los medios masivos- lograron que en
buena parte del inconsciente colectivo del venezolano, junto a alguna que otra
individualidad como América Alonso, Isaac Chocrón, Román Chalbaud o José
Ignacio Cabrujas, Rajatabla fuera, por antonomasia, Teatro Venezolano, cuando
no el más alto nivel en él.
Carlos
supo colocar su hacer y el de su compañía en un lugar relevante -y hasta ese
momento inédito- dentro de la escena profesional de mayor riesgo y prestigio
del mundo occidental. Para mí es evidente que sus acciones han generado frutos
posteriormente. En lo que es más obvio, a través de quienes estuvimos cerca, con
la conciencia y el ejercicio de un modo de ver y vivir el arte del teatro y
todos sus oficios, como un hecho de creación en permanente dialéctica con el
lugar en el que se desarrolla y que no es ajena a la voluntad de transformación
individual y colectiva, una concepción que si bien en el mundo ha ido quedando
muy relegada -Carlos no llegó a vivir el inmenso vuelco que se dio en la visión
de la cultura occidental estableciéndose como un sector más del mercado, reduciendo
las aspiraciones artísticas a nichos para el consumo y todo el cuento
neoliberal posterior a la caída del muro de Berlín con las utopías donde la
educación y las artes suponían una esperanza de humanismo y justicia social- constituía
su norte y referente, en lo que creía y por lo que trabajaba coherente y
apasionadamente. Hay quien dice que con Carlos “se fue su estética” y
seguramente es cierto, era un artista y su expresión única se la llevó con él.
¿Hay dos Van Gogh o dos Valle Inclán, acaso?
También
se ha dicho de Carlos que “no hizo Escuela”, que “no formó relevo”. Y yo
difiero de esta afirmación porque se trata de arte, de un arte además
intrínsecamente efímero, de modo que me resulta más apropiado hablar de
influencias que de “Escuela”. Los intentos de Rajatabla por hacer montajes “con
la estética de Carlos” o incluso de reponer sus puestas en escena más emblemáticas,
en los años posteriores a su fallecimiento, a mi juicio, han adolecido de esa
“alma” que no era otra cosa que la potencia, la singular energía de ese artista,
ese individuo irrepetible que las concibió. Sin embargo, del legado en cuanto a
la disciplina y la esencia artística del trabajo escénico, su vinculación con
la vida y la comunidad, su aspiración poética en una vocación universalista y
con clara voluntad de dignificación de sus hacedores, en eso sí que creo que ha
habido permanencia; una continuidad evidente en todos aquellos que, directa o
indirectamente, bebimos de esas aguas. Cada cual con sus discursos y estilos -aún
en medio de ese gran vuelco en la concepción de la cultura-mercado, que ha
sucedido en Venezuela y fuera de ella- tenemos como referencia e inspiración la
acción de Carlos, de Rajatabla y de los
festivales dirigidos por él. En cuanto a los más cercanos, es indiscutible y
apreciable, si se observa con agudeza nuestros trabajos. Es impresionante -y
para mí enternecedor- cuando nos encontramos quienes coincidimos en algún
trabajo con él: hay una manera de mirar; no sólo el plano estético, sino
también en el ético, una disciplina y unas aspiraciones que se dan por sabidas
junto a la conciencia de que existe una voluntad de amor y dignificación del
oficio… también una profunda pulsión por indagar, a través del ejercicio
artístico, en la vida y su desnudez, en la no conformidad con lo aparente y
superficial. El reconocimiento mutuo es tal que con solo mirarnos o decir un
par de frases, nos ubicamos. ¿Podría llamársele a eso “Escuela”? En arte, si
bien la continuidad o la permanencia de unos estilos o formas de hacer pueden
comenzar con la imitación, lo deseable -y saludable, diría yo- es que devenga
frutos diferentes y a ser posible únicos, ¿no? Creo que Carlos alzaría el
pulgar ante esto. Y sí: estoy convencido de que en alguna parte de cada uno de
nosotros, en nuestro imaginario, viven Carlos y sus obras, como subsisten todas
aquellas experiencias que han sido determinantes para que emerja lo que uno
pueda tener dentro… Quiero pensar que, en lo que hacemos, también lo vamos
trasmitiendo a quienes virtualmente llegan a ser nuestros compañeros, alumnos,
lectores o espectadores… de modo que, como el equivalente de una carga
genética, la impronta de aquello que era único, singular en Carlos, continúa
por ahí, existiendo, dejándose renovar por la vida. Me gusta, me resulta
estimulante, inspirador, pensarlo.
Muchas
gracias, Elio, por tan magnífica entrevista.
Gracias
a ti, Viviana, por considerarme para este hermoso proyecto. Besos.
Madrid, 15 de septiembre de 2023
ELIO PALENCIA
Autor y director teatral. Guionista de cine y
televisión.
Maracay,
Venezuela, 1963. Se inicia como actor en los talleres de TEATRO de la
universidad Simón Bolívar, de donde
pasa a la escena profesional en elencos como Rajatabla y La Compañía
Nacional de Teatro. Como
dramaturgo, se forma en talleres del Centro
de Estudios Latinoamericanos Rómulo Gallegos, CELARG. y, como director, en
el Centro de Directores para el Nuevo
Teatro, CDNT. Ha escrito tanto
para adultos como para el público infantil y juvenil; en ocasiones, a partir de
su interacción con actores y actrices, material literario de otros autores (Gallegos,
Meneses, Florencio Sánchez, Brecht, etc.) o experiencias comunitarias. Desde
finales del siglo XX, ha sido uno de los autores más llevados a la escena a lo
largo y ancho de Venezuela. Ha recibido premios entre los que destacan los de
dramaturgia Marqués de Bradomín para Jóvenes Autores de España (1993); Esther
Bustamante (1988), Juana Sujo
(1989 y 1990), CELCIT (2004); el Premio Municipal de Teatro José
Ignacio Cabrujas en cuatro ediciones (2007, 2008, 2010 y 2012), Isaac
Chocrón y Premio de la crítica AVENCRIT 2016; también los de Puesta en Escena
Carlos Giménez (1994), Mejor Propuesta del II Festival de Jóvenes Directores
(1989) y Marco Antonio Ettedgui: joven de las artes escénicas 1990. En España, donde residió entre 1991
y 2004, colaboró con salas del Teatro Alternativo y fue Coordinador de publicaciones
y eventos del CELCIT-Madrid (FIT de Cádiz, Madrid, Badajoz, Bilbao y Agüimes). Su
trabajo en las tablas ha ido en paralelo con la escritura para TELEVISIÓN,
donde ha participado en programas de ficción como dialoguista, argumentista, coordinador
y creador de proyectos (en España con TVE,
Fernando Colomo PC, GloboMedia, Boca TV y en Venezuela con RCTV, Venevisión, FVC, CONATEL). En CINE, ha escrito algunos guiones originales y colaborado con
cineastas como Luis Alberto Lamata, Román Chalbaud e Ignacio Márquez. Su guion
de Cheila, una casa pa’ maíta, fue
producido por la Fundación Villa del Cine; con él obtiene el Premio
al Mejor guión en el Festival de Cine Nacional de Mérida,
Venezuela 2009. Ha sido Asesor
de guiones, facilitador de talleres y seminarios de dramaturgia y guión en Monteavila
Latinoamericana, Universidad Audiovisual de Venezuela y Laboratorio del Centro Nacional Autónomo de Cinematografía CNAC, entre otros. Algunos de sus textos han sido publicados (CELCIT, El Perro y la rana, Fundarte, Fundación Autor-SGAE, Revista
Conjunto y Editorial Paso de Gato). Ha
participado como Jurado en concursos y eventos tanto del teatro, como del
cine. Desde 2018, reside nuevamente en España.