En Italia. Foto: Pier Silvio Ongaro. |
He
escuchado y leído muchos comentarios referentes al “poder político” que tenía Carlos Giménez en Venezuela y siempre hice caso omiso para no dar una opinión
subjetiva, y digo “subjetiva” porque soy un sujeto con capacidad de opinión y
el afecto me puede hacer equivocar.
Creo
que Carlos era un hombre político, polémico, transgresor que logró aunar y
crear muchos espacios de trabajo artístico que él mismo coordinaba y por ende respondían incondicionalmente a ese mando.
Creo que tuvo la suficiente inteligencia y sabiduría para golpear y abrir la
puerta adecuada que le facilitó el acceso a presupuestos que le permitieron dar
rienda suelta a sus aspiraciones artísticas y estéticas sin renunciar a su
lucha y denuncia del poder espurio.
Nada
lo detenía. Nada.
He
llegado a ver en sus exequias a sus supuestos detractores llorando. Ya no tendrían
la oposición que les daba fuerza, que los obligaba a competir, a elevar sus
aspiraciones artísticas, y parafraseando a ese gran estadista argentino que fue
don Ricardo Balbín, quién ante el féretro de Juan Domingo Perón, su eterno
contrincante político, dijo entre lágrimas una de las frases más profundas de
nuestra historia más reciente: “Este viejo adversario despide a un amigo”.
Carlos Giménez fue ese amigo del teatro venezolano que logró vencer las
fronteras geográficas para demostrar que no existen los límites culturales, salvo
los que uno mismo se pone, que nunca se quedó en la mitad de nada –en el lugar
de los mediocres- sino que arremetió con toda su potencia intelectual y
creatividad dejando de lado su zona de confort para lograr sus objetivos
artísticos.
No
voy a detenerme en una descripción del Carlos Giménez creador, artista, ser
humano, porque de eso se ocuparon los más destacados periodistas y escritores
que lo conocieron tanto o más que yo, pero no viví instancias políticas
venezolanas y considero que no tengo derecho a opinar sobre un tema que no
conozco en profundidad. Si sé que Carlos, con ese poder que le adjudicaban,
pudo brindar más y mejores espectáculos y oportunidades a todos los artistas de
aquel país, y no solo en la capital sino a lo largo de toda su geografía, algo
que ni aún hoy en esta Argentina, tan culturosa, hemos logrado: que los
recursos y posibilidades no se diluyan antes de llegar al interior.
Lo
único que puedo asegurar es que en ese Rajatabla, en el Taller Nacional deTeatro y en el Teatro Nacional Juvenil de Venezuela se respiraba arte, trabajo,
esfuerzo, entrega, mística, compromiso; que Carlos, Pepe, Paco Alfaro, Daniel
López y Aníbal Grunn eran una máquina de generar creaciones artísticas y
contagiaban a los elencos de esa energía de ese movimiento constante donde lo
más importante eran el teatro y el público.
Carlos
se fue, como tantos otros compañeros inolvidables de Rajatabla, pero en mi
memoria quedará por siempre el recuerdo de lo vivido con ellos, de lo aprendido
con Carlos, mi afecto y mi agradecimiento, la confianza, los desafíos
enfrentados que me hicieron recapacitar sobre mis posibilidades como artista,
mi templanza ante la adversidad y entender las inexplicables razones por las
que elegí esta bendita profesión-manía de ser actor.
Solo
una cosa más: Carlos se llevó consigo una invitación de otro genio del teatro:
Giorgio Strehler, quién lo había convocado para realizar una puesta en el
Piccolo Teatro de Milán, y algo más preciado, un sueño que solo conocíamos sus
más allegados: llevar a escena “Cien
años de soledad” de Gabriel García Márquez.
¿Quién
sabe, verdad? Para él nada fue imposible, salvo vencer su destino.
Córdoba,2
4 de marzo de 2020
ÁNGEL LITO FERNÁNDEZ MATEU
Izquierda: Roberto Stopello, Carlos Giménez, Lito Mateu y Jorge Arán, en Nueva York |