FESTIVAL
INTERNACIONAL DE TEATRO PARA NIÑOS Y JOVENES, EN CORDOBA
Durante cinco días, la capital cordobesa y veintiséis
localidades provinciales ofrecieron funciones e intervenciones artísticas. Y
hubo en pleno centro de Córdoba muestras contrastantes, debido a la amplitud
etaria de los destinatarios del festival.
“En
octubre del ’84, Córdoba era una fiesta”, rememoraban los teatreros que el
sábado se dieron cita en el foyer del Teatro Real para recordar los treinta
años de la creación del I Festival Latinoamericano de Teatro, años después
recuperado con el nombre de Festival del Mercosur. Entre otros estaban los actores
del mítico Libre Teatro Libre, Graciela Ferrari y Roberto Videla, la directora
Cheté Cavagliatto y el escenógrafo Rafael Reyeros. Las palabras que
homenajearon la figura del director Carlos Giménez, fallecido en 1993, y las
anécdotas que se contaron sobre aquellos días de teatro en democracia tuvieron
lugar en la penúltima jornada de la VII Edición del Festival Internacional de Teatro
para Niños y Jóvenes, encuentro que a partir de 2003 engrosó la lista de los
festivales cordobeses.
A lo
largo de cinco días, la capital y veintiséis localidades provinciales
ofrecieron funciones e intervenciones artísticas. “Más de 6 mil kilómetros
unidos por la itinerancia y el vínculo”, fue parte del balance. Durante el fin
de semana hubo en pleno centro de Córdoba muestras contrastantes. Debido a la
amplitud etaria de los destinatarios del festival, se dio el caso de que,
mientras que por la tarde los cordobeses de Foco Ala Mano combinaron narración
oral con títeres en su obra Quri Qala, el tesoro en la montaña, el grupo de
Porto Alegre Tribo de Aguadores Oi Núis Aquí Trabéiz mostró en una calle
céntrica un ritual escénico relativo a los años de la dictadura militar en
Brasil. A lo largo de dos cuadras, varios personajes armados y vestidos de
negro arrastraron en silencio el cuerpo de un hombre embozado. El enigmático
desfile cobró sentido cuando un grupo de mujeres, luego de realizar una
secuencia de acciones con las sillas que cada una llevaba, dio inicio a la
letanía que conformaban los nombres de personas desaparecidas durante los 21
años que duró la dictadura en el país vecino.
Otro
contraste fue el que aportó el grupo boliviano Teatro de los Andes. Dado que
una de las ideas que vectorizó el festival fue la necesidad de profundizar los
vínculos entre generaciones, Hamlet de los Andes, una versión del clásico de
Shakespeare dirigida por Diego Aramburo, ofició de contracara de la propuesta,
una cuestión que, en principio, resultaba interesante de por sí. “¡Termina de
morirte de una vez!”, gritaba el protagonista al cuerpo inerte del rey,
extendido sobre una gran mesa. La versión arrancó con la cruda escena del hijo
fagocitando el cadáver del padre –“un cabrón lleno de defectos”– para luego
enrostrarle sus viejas ideas y el tiempo transcurrido sin que ambos llegasen a
comprenderse del todo. Fragmentaria, visualmente potente y por momentos
surreal, la puesta no terminó de cautivar a un público compuesto de estudiantes
secundarios. Tampoco ayudó la impericia para tratar con adolescentes que
demostró la única actriz del conjunto, encargada de mantener a raya a la
difícil platea.
En
las últimas jornadas se presentaron dos grupos clásicos de la Ciudad de Buenos Aires: La Galera Encantada
y Libertablas. Bajo la dirección de Héctor Presa, el primero presentó en Locas
canciones una suerte de deconstrucción grupal de las letras de los temas más
conocidos de María Elena Walsh en una historia cuyo trasfondo habló de la
necesidad de darle rienda suelta a la libre asociación de ideas y de acrecentar
la imaginación. Por su parte, en Cuentos de la selva, los siete actores
titiriteros de Libertablas escenificaron cuentos de Horacio Quiroga adaptados
por Luis Rivera López, los cuales por su ritmo y colorido mantuvieron el
interés de la platea.
Uno
de los últimos espectáculos fue el de los holandeses de De Stilte, La vaca
voladora. Días antes, los mismos intérpretes y su directora, Gertien Begstra,
visitaron un correccional, el Cecam, para ofrecer un taller interactivo a una
decena de adolescentes en situación de judicialización. A partir de una
secuencia de danza repetida en dos oportunidades, los bailarines fueron guiando
la charla sobre las imágenes que las espectadoras captaron con mayor claridad,
para luego realizar ellas mismas algunos juegos físicos. La vaca voladora, obra
que mostraron en el Teatro San Martín, fue armada en base a una serie de
situaciones de alianzas, competencias y rechazos protagonizados por tres
personajes que pasaban de la perspectiva animal a la humana. Lo abstracto de la
propuesta desconcertó en principio a los pequeños espectadores, quienes a viva
voz pedían explicaciones a sus acompañantes adultos. Poco después, la vitalidad
de lo que sucedía en escena terminó por calmar la necesidad de obtener
certezas.