María Teresa Castillo y Carlos Giménez, presidenta y director de la IV Sesión Mundial de Teatro de Naciones |
"Aprovechando la presencia de excelentes actrices y cantantes, Carlos Giménez compuso un recorrido por la América Latina de las mujeres y de los negros.."
Elegir a Caracas como sede de la IV Sesión del Teatro de las Naciones, que
siempre se realizara en Europa, era un desafío a los venezolanos. Así lo interpretó el Presidente de la República, que manifestó un interés que rara vez conceden los jefes de Estado al teatro. Además de presenciar las funciones de apertura y clausura, con las cuales ni los mexicanos ni los españoles le añadieron
gloria a la memoria de Valle Inclán con sus montajes convencionales, el Presidente recibió un espectáculo en su residencia.
Aprovechando la presencia de excelentes actrices y cantantes, Carlos Giménez
compuso un recorrido por la América Latina de las mujeres y de los negros.
Se aplaudieron, entre otras, a la uruguaya Dahd Sfeir que tomó sus riesgos
denunciando injusticias y opresiones; a la colombiana Fanny Mickey, de rico
temperamento cómico; a la argentina Cipe Lincovsky, capaz de pasar del
desparpajo callejero a la frivolidad refinada muy clase alta o a la tragedia. A
América Alonso le tocó ilustrar la chispa nacional, mezclada de emoción, con un
poema de Aquiles Nazoa, y al Teatro Negro de Barlovento dar testimonio de la
vitalidad de la cultura negra en Venezuela. En este período preelectoral, los venezolanos disfrutaron en sus pantallas de
televisión del espectáculo integral y del discurso del amo de la Casona a favor
de la libertad y del teatro.
Desafío para Venezuela, también era ese festival un
desafío de América Latina a las metrópolis culturales tradicionales.
No más que un mes antes se había celebrado en París el primer coloquio
universitario dedicado en Francia, quizás en Europa, al teatro latinoamericano—respuesta a Roger Callois que había declarado: "El teatro latinoamericano no
existe." En 1978, sí hay que hacerse cargo; existe tal teatro y Caracas se está
volviendo su capital, no por abrigar la vanguardia de los movimientos dramáticos,
sino por ser lugar de encuentro y de libre palabra.
Desde 1972, el Teatro de las Naciones ya no es un festival donde cada país
presenta los espectáculos que le parecen más aptos para reforzar su prestigio, sino un centro internacional de investigación, de creación, de confrontación y de
formación. Para cumplir con tales requisitos—y se ha cumplido con todos—,
cuatro equipos, en principio coordinado y patrocinados por el Instituto Internacional de Teatro, han preparado sus programas. El Festival propiamente
dicho con sus 32 grupos, además de los 13 venezolanos, dependía conjuntamente
de dos entidades: el CONAC estatal y el Ateneo de Caracas, asociación que organizó los
tres festivales anteriores.
La programación del "Tercer Rostro" reunía espectáculos de investigación,
"one man or woman shows," talleres y conferencias de acuerdo con los objetivos de formación integral del teatrista que se ha fijado el CELCIT (Centro Latinoamericano de Creación e Investigación Teatrales). Los tres rostros del actor son el
suyo, el maquillaje y la máscara.
Por fin, los Acontecimientos Especiales: grandes
coloquios, talleres de larga duración, proyecciones de películas. Estos estaban a
cargo de un reducido equipo reunido alrededor de Nelly Garzón y Humberto
Orsini. Y no hay que olvidar la exposición: El Gran Teatro del Mundo. Se le
ofrecía al visitante un recorrido fotográfico, amenizado por algunos trajes del
teatro venezolano desde la colonia hasta la última temporada, las máscaras de
Donato Sartori, heredero de la tradición de la Commedia dell'Arte, las marionetas
de encajes de cuero del teatro griego de sombras, una muestra dedicada a Brecht,
con maquetas de escenografía, trajes, carteles, etc., una mediocre colección fotográfica del teatro húngaro y una presentación de Valle Inclán, clara, bien compuesta y dispuesta por Ricard Salvat.
Como todo festival maduro, ha tenido éste su manifestación "off," ilustración
de los descontentos de ciertos venezolanos de que se invirtiera un dineral en un
evento internacional, cuando se dejaban sin solucionar las dificultades locales y
una escuela de actuación sin equipar. Reuniendo grupos aficionados y de teatro
en la calle, resultó muy diferente de las muestras "off" que se suelen improvisar
en Europa a base de iniciativas y riesgos financieros de cada grupo. Se verificó
en una sala normalmente equipada, de manera coordenada y, según parece, con
cierto apoyo oficial.
El Festival tuvo sus estrellas y sus descubrimientos, pero ninguna revelación
mayor y ninguna tendencia dominante. En cuanto a los experimentos, nada
nuevo. Parece que la vanguardia está en la resaca, buscando en todas partes
nueva ola. Han triunfado los polacos del grupo Cricot II dirigidos por Tadeusz
Kantor con La clase muerta, una obra fascinante sobre la niñez, el envejecimiento
y la muerte, creada a base de imágenes tan conmovedoras como sencillas, que
han impresionado ya a muchos públicos en el mundo.
Otros grupos ya aplaudidos en varios países, como el Khathakali de la India meridional, el Bread and
Puppet con Juana de Arco, La Mamma de Nueva York con El arquitecto y el
emperador de Asiría de Arrabal, bien montado por Tom O'Horgan con los
excepcionales actores que requiere este texto, y Ubu rey, dirigido por Peter Brook,
tuvieron merecido éxito.
El público derrumbó puertas y barreras, invadiendo hasta los escenarios,
sentándose en el suelo o quedando de pie durante horas. ¡Era más útil saber
repartir codazos y patadas que tener boleto! Desgraciadamente, este simpático
entusiasmo desapareció al finalizar el acontecimiento, y pocos días después del Festival, se podían ver en salas medio vacías algunos de los mismos espectáculos
contratados por la empresaria Conchita Obach.
Uno de éstos, Flowers, del grupo inglés de Lindsay Kemp, impresionó por su
perfección profesional. Inspirado por Nuestra Señora de las Flores de Genet, este
baile o pantomima, ya que no pronuncian una palabra los actores, se resiste como
el libro a toda clasificación. Es un armonioso rompecabezas cuyas piezas pertenecen a todos los géneros, a todos los estilos de dirección teatral, mezclando lo
comercial o lo trivial con lo más refinado. El mismo L. Kemp interpreta a
Divina. Cuando no baila con frenesí, su actuación es de calculada lentitud. El
menor parpadeo suyo es significativo. Hace pensar en los actores del No, capaces
de parecer más femeninos que la mujer más coqueta.
La parte folklórica del Festival les correspondió a los músicos africanos de
Mali y Niger, ya que Amin Dada no permitió salir a los de Uganda. También
se aplaudió a los miembros de una tribu de la selva oriental del Ecuador, algo
desconcertados ante un público internacional, y sobre todo a la prodigiosa
Diablada de Oruro. Hay que imaginar a más de 200 hombres, bailando en las
calles de una capital moderna, con sus faldas o sus capas de raso, ribeteadas de
oro y sus grandes máscaras cornudas, de ojos saltones y vivos colores. En Oruro,
la procesión satánica acaba inclinándose a los pies de la Virgen del Socavón,
protectora de los mineros. En Caracas, terminó de modo inesperado: un avión
militar vino de Bolivia a recoger a los diablos a toda prisa. El día siguiente, se
verificaban allá las elecciones y nadie podía saber entonces que 220 votos más o
menos no iban a tener la menor importancia.
Se relaciona con el folklore la representación del Güegüense, única comedia
en idioma náhuatl que nos ha llegado del siglo XVI. Ricamente ataviados con
mantos y tocados de plumas, pectorales y brazaletes de tobillos y muñecas, unos
campesinos nicaragüenses dieron el espectáculo simbólico y grave del encuentro
con sus raíces, su identidad y su dignidad. Desgraciadamente, resultó bastante
monótono, ya que por respeto fiel a un texto lleno de reiteraciones no se ha sacado
todo el partido posible teniendo en cuenta el público contemporáneo.
Para quienes ignoran la labor ininterrumpida del ICTUS en Santiago de Chile
desde hace 22 años, ¿Cuántos años tiene un día? fue la sorpresa latinoamericana
del Festival. Se trata de una creación colectiva sobre la situación actual de los
creadores y la tentación del exilio voluntario. Parece ser exactamente el espectáculo catártico que necesitan hoy los chilenos: un planteo claro de la vida que
llevan; la ocasión de desafiar colectivamente a las autoridades y de compartir
tan sólo para dos horas cierto riesgo; una respuesta a los que sueñan en irse—"Un
hombre sin raíces es como un país sin historia"; y para los que ni sueñan, el
consuelo de sentirse heroicos—"Por muy poco que se pueda hacer, hay que
hacerlo, porque nadie lo va a hacer por ti." Además de ser conmovedora y de
gran valentía, la obra rezuma este humor propio de los pueblos oprimidos que
tratan de conjurar miedos y sufrimientos por la risa. En una planta de televisión, un equipo trata de grabar una imposible emisión.
A cada rato, surgen problemas de censura, trabas administrativas y amenazas
sobre los periodistas. Uno de ellos, que regresa de Europa, para donde salió hace
años a hacer carrera, echa sobre este mundo la mirada ingenua del que aterriza
al planeta del miedo.
Los medios técnicos se ven usados de modo discreto, al servicio del drama.
Nos proyectan los video tapes filmados por los reporteros del canal: encuestas
anodinas en el hipódromo, el mercado, y el aeropuerto, que nos demuestran cómo
todo de repente se vuelve "subversivo." Los actores interpretan sus papeles con
total identificación; están haciendo su sicodrama, noche tras noche, desde seis
meses en Santiago. ¡Ojalá les dejen seguir haciéndolo!
En el coloquio que se dedicó al tema, la creación colectiva resultó ser forma
privilegiada del teatro revolucionario: la que, en teoría por lo menos, desmorona
las jerarquías así como la división de trabajo y estatuto entre creadores e intérpretes; la que no necesita los circuitos capitalistas de producción; la que permite
asociar a la población a la elaboración de un espectáculo, y, por fin, la que suple
la falta de textos populares.
El trabajo del Teatro del Escambray de Cuba ilustra estos principios. Unos
teatristas que comparten la vida de una comunidad campesina elaboran sus
creaciones colectivas a partir de encuestas y observaciones. Han puesto el teatro
al servicio de la Revolución y cuidan la calidad estética en la medida en que es
imprescindible para lograr eficacia. No valen nuestros criterios para unas obras
que no se nos destinan. Habría que verlas en medio de su público. Por lo menos,
hay que imaginarlo y abstraerse del ambiente internacional, sin lo cual incurriremos en los juicios someros de quienes no han visto en Ramona, obra sobre el
machismo, sino un melodrama, cuya heroína se salva gracias a la Revolución
de un alud de desgracias. Otra valoración superficial fue el entusiasmo de principio de una parte del público por cuanto procedía de Cuba. Algunos lamentaron
que no fueran los mismos campesinos que habían proporcionado el material de
la obra a los que la interpretaran, subrayando cuánto profesionalismo aparecía
en el montaje; paralelismo sugerido por escenas casi simultáneas entre la pelea
de gallos y la violación de Ramona; la Revolución sugerida por el derrumbe de la
tela que enmarca el área escénica y luego su reconstrucción; el desdoblamiento de
Ramona en dos actrices, etc.... Otros, por lo contrario lo tacharon todo de
simple, afirmando que esos intelectuales les estaban dando clases elementales a
su público, considerándolo incapaz de entender complejidades. ¿Qué concluir
de tantas divergencias? Ramona es un espectáculo honesto, cuidadosamente
realizado, aunque sin hallazgos escénicos o estéticos deslumbrantes. Plantea con
toda claridad el problema del derecho a la autonomía y a la felicidad de una
mujer tradicionalmente sacrificada. Será por supuesto buena base de foro para después de las funciones.
Con los mismos planteos políticos, en un país de democracia autoritaria, La
Candelaria de Colombia da el ejemplo de un teatro popular sin la menor simplificación, de un teatro pobre pero imaginativo que siempre encuentra los
recursos técnicos adecuados: escenografías transformables, vestuario simbólico,
cambios a la vista. El grupo ha ido perfeccionando su método a lo largo de
cuatro creaciones colectivas y presenta montajes brechtianos en los que cada
detalle ha sido analizado y colocado respecto al sentido general y a las relaciones
dialécticas de todos los componentes de la obra.
Los 10 días que estremecieron el mundo despertó menos entusiasmo que su
realización anterior, Guadalupe, años sin cuenta. Quizás porque la historia
soviética aparece lejana de los colombianos a pesar del hallazgo de crear un paralelismo entre Kerensky y el director del grupo teatral. A Santiago García,
que además de director sabemos es un gran actor, le toca un papel de payaso que
nos salva del aburrimiento, introduciendo en tanto raciocinio histórico, la dimensión del humor, del hombre que sufre y ríe de sí mismo.
La falla de las mejores creaciones colectivas, hasta el momento, radica en eso
que, hablando un discurso homologado, casi no se dirigen al subconsciente o a
la imaginación del espectador. No dicen más de lo que se ha querido obviamente
significar.
O por el otro lado, los que se dedican a sugerir producen retoños de la vanguardia de los años 60, como esos Funerales de la Mamá Grande presentados por
unos latinoamericanos radicados en Holanda. Pretenden oponer el poder abstracto que deshumaniza y aprisiona a los ciudadanos con el poder personal de
la Mamá Grande. El resultado es hora y media de desplazamientos de actores
vestidos de gasolineros nucleares sobre andamiajes en una luz verduzca, con
acompañamiento musical tipo Pink Floyd. Gabriel García Márquez es un buen
argumento publicitario...
El Teatro Popular de Bogotá, con Nuestra primera independencia, evocación
maníquea del rechazo a lametrópoli española, da testimonio de la vigencia del
material histórico en los escenarios latinoamericanos. Esta revisión sistemática
de la historia para limpiarla de las interpretaciones colonialistas, busca las raíces
del presente y lecciones para transformar el futuro. Algunos han empezado a
criticarla en el coloquio. Resulta a menudo un planteo intelectual, una justificación o una rehabilitación propia. Enrique Buenaventura, poco sospechoso de
favorecer el regreso a la situación colonialista, del olvido de la historia suya,
aconsejó a los dramaturgos y grupos que se pusieran a buscar su identidad en el
presente, estudiando al hombre latinoamericano de hoy.
El equipo Teatro Payró de Buenos Aires presentó Visita, de Ricardo Monti.
Evoca los últimos retoños del teatro del absurdo: ambiente onírico, luz verduzca,
mundo podrido que se desmorona. Parece ser una visita en el universo interior
del autor. El investigador descubre en una mansión antaño lujosa a unos viejos—
¿sus padres?—tan rancios como tiránicos, esclavizando a su doble: un enano
taimado. El tema de la invasión, frecuente en el teatro desde el Cono Sur de
Egon Wolíí a Eduardo Pavlovsky, lo trata Monti al revés. El que se introduce
en casa ajena, lejos de dominar a los amos de casa, aquí se encuentra como ratón
en una trampa. Jaime Kogan ha montado esta pesadilla como máquina de precisión. Los actores comunican en sus extraños gestos la fuerza imparable de una
lógica cuya clave nos queda disimulada. Los símbolos de la opresión ejercida por
unas momias sobre un joven apasionan al público argentino desde hace meses,
sin tener nada que ver con las creaciones colectivas, el teatro popular o el análisis
marxista de la historia. Pero sin duda alguna estamos en América Latina.
Venezuela se hallaba representada por 13 espectáculos; un panorama incompleto ya que faltaban creadores de talento y experiencia, pero abundante para el
teatro de las Naciones, que no tiene vocación ni costumbre de presentar amplia
muestra del país organizador. La mitad de los grupos eran del interior. Han
surgido como de 80 a 100 de estos grupos en los últimos años. Su trabajo es
indudablemente positivo y quizás no merezcan el poco interés que les manifiesta la crítica. Pero, hasta el momento, sólo en Caracas se han realizado espectáculos
comparables con los que vinieron del mundo entero.
El candidato, versión libre de El Menú de Enrique Buenaventura, es la última
producción de Rajatabla, un buen trabajo expresionista en la línea de El señor presidente. Un armazón de andamiajes construye el espacio rectangular y permite colocar a los espectadores en dos niveles superpuestos. El menú narra la
preparación y realización de un banquete organizado por damas de la alta sociedad para lanzar a su candidato electoral. Este, mero testaferro, es un pobre
diablo enmascarado. Los mendigos, obras sociales de las señoras y beneficiarios
de las migajas del banquete, tras humillante ceremonia de limpieza y desinfección,
demuestran el engaño socio-político, tomando uno de ellos—el ciego—la máscara
y la ropa del candidato. Buenaventura ha reunido aquí a los personajes mitos y
símbolos de la sociedad latinoamericana. Con los mendigos a lo Buñuel, con las
damas empigorotadas montadas sobre zancos, con los criados o enfermeras al
servicio de los poderosos, con la Iniciada, mendiga alucinada a quien se ha
transformado en pitonisa popular, y con el candidato fantoche, Rajatabla tenía
un material ideal de interpretación. Esta se caracteriza por el distanciamiento, por la precisión del gesto enfatizado y cierto aspecto mecanizado que transforma
un poco a los actores en títeres. El próximo montaje de Carlos Giménez será una
creación colectiva sobre un caso real de corrupción administrativa.
José Ignacio Cabrujas se dedica a la exploración de esta Venezuela prepetrolera
que ha desaparecido mientras se constituía un pueblo de nuevos ricos sin pasado
ni raíces. Hoy los hijos que añoran el pasado de sus padres, tratan de encontrar
en él los fundamentos de una cultura nacional. Cabrujas, metido en el redescubrimiento de textos costumbristas, acaba de estrenar Yo también soy candidato,
un sainete de Guinand, exitoso autor de los años 30.
El título de su propia obra, dirigida por él y producida por el Nuevo Grupo
es Acto cultural organizado por la Sociedad Louis Pasteur para el fomento de las
Bellas Artes, las Ciencias y las Industrias de San Rafael de Ejido. Empieza como
una obra costumbrista que explotara con ironía la ola nostálgica y una variación
burlona sobre el tema clásico del teatro en el teatro. Nos presenta a los miembros
de una sociedad cultural pueblerina que cultiva las apariencias y finge interesarse
por cualquier tema con tal de llenar el vacío de unas vidas fracasadas. Se proponen representar la vida de Cristóbal Colón. Más allá de las actitudes cursi, de
la cultura empolvada, de las torpezas de actores aficionados mal preparados, de
los chismorreos y del espionaje pueblerinos, más allá de los odios matrimoniales
y de todos los ridículos, aparece el desamparo de cada uno. La farsa se hace
mueca.
Si este Festival no aportó revelación del resto del mundo, dio a los latinoamericanos la oportunidad de afirmarse. Lo han hecho por la seriedad de su
labor teatral, por lo coherente y lo unánime de sus planteos fundamentales. La
mayor parte han superado la etapa de las declaraciones vengativas y de los a
priori políticos. Se han adentrado en el análisis y la teorización de una práctica
continua.
París, Francia
Fuente: Latin American Theatre Review
Nota: fotos, subtítulo, negritas y links son agregados de este blog.