Caracas 78: Teatro de las Naciones, por Genevieve Rozental, Latin American Theatre Review, Universidad de Kansas, Fall 1978


María Teresa Castillo y Carlos Giménez, presidenta y director
de la IV Sesión Mundial de Teatro de Naciones

"Aprovechando la presencia de excelentes actrices y cantantes, Carlos Giménez compuso un recorrido por la América Latina de las mujeres y de los negros.."






Elegir a Caracas como sede de la IV  Sesión del Teatro de las Naciones, que siempre se realizara en Europa, era un desafío a los venezolanos. Así lo interpretó el Presidente de la República, que manifestó un interés que rara vez conceden los jefes de Estado al teatro. Además de presenciar las funciones de apertura y clausura, con las cuales ni los mexicanos ni los españoles le añadieron gloria a la memoria de Valle Inclán con sus montajes convencionales, el Presidente recibió un espectáculo en su residencia.

Aprovechando la presencia de excelentes actrices y cantantes, Carlos Giménez compuso un recorrido por la América Latina de las mujeres y de los negros. Se aplaudieron, entre otras, a la uruguaya Dahd Sfeir que tomó sus riesgos denunciando injusticias y opresiones; a la colombiana Fanny Mickey, de rico temperamento cómico; a la argentina Cipe Lincovsky, capaz de pasar del desparpajo callejero a la frivolidad refinada muy clase alta o a la tragedia. A América Alonso le tocó ilustrar la chispa nacional, mezclada de emoción, con un poema de Aquiles Nazoa, y al Teatro Negro de Barlovento dar testimonio de la vitalidad de la cultura negra en Venezuela. En este período preelectoral, los venezolanos disfrutaron en sus pantallas de televisión del espectáculo integral y del discurso del amo de la Casona a favor de la libertad y del teatro. 

Desafío para Venezuela, también era ese festival un desafío de América Latina a las metrópolis culturales tradicionales. No más que un mes antes se había celebrado en París el primer coloquio universitario dedicado en Francia, quizás en Europa, al teatro latinoamericano—respuesta a Roger Callois que había declarado: "El teatro latinoamericano no existe." En 1978, sí hay que hacerse cargo; existe tal teatro y Caracas se está volviendo su capital, no por abrigar la vanguardia de los movimientos dramáticos, sino por ser lugar de encuentro y de libre palabra. 

Desde 1972, el Teatro de las Naciones ya no es un festival donde cada país presenta los espectáculos que le parecen más aptos para reforzar su prestigio, sino un centro internacional de investigación, de creación, de confrontación y de formación. Para cumplir con tales requisitos—y se ha cumplido con todos—, cuatro equipos, en principio coordinado y  patrocinados por el Instituto Internacional de Teatro, han preparado sus programas. El Festival propiamente dicho con sus 32 grupos, además de los 13 venezolanos, dependía conjuntamente de dos entidades: el CONAC estatal y el Ateneo de Caracas, asociación que organizó los tres festivales anteriores. 

La programación del "Tercer Rostro" reunía espectáculos de investigación, "one man or woman shows," talleres y conferencias de acuerdo con los objetivos de formación integral del teatrista que se ha fijado el CELCIT (Centro Latinoamericano de Creación e Investigación Teatrales). Los tres rostros del actor son el suyo, el maquillaje y la máscara. 

Por fin, los Acontecimientos Especiales: grandes coloquios, talleres de larga duración, proyecciones de películas. Estos estaban a cargo de un reducido equipo reunido alrededor de Nelly Garzón y Humberto Orsini. Y no hay que olvidar la exposición: El Gran Teatro del Mundo. Se le ofrecía al visitante un recorrido fotográfico, amenizado por algunos trajes del teatro venezolano desde la colonia hasta la última temporada, las máscaras de Donato Sartori, heredero de la tradición de la Commedia dell'Arte, las marionetas de encajes de cuero del teatro griego de sombras, una muestra dedicada a Brecht, con maquetas de escenografía, trajes, carteles, etc., una mediocre colección fotográfica del teatro húngaro y una presentación de Valle Inclán, clara, bien compuesta y dispuesta por Ricard Salvat.

Como todo festival maduro, ha tenido éste su manifestación "off," ilustración de los descontentos de ciertos venezolanos de que se invirtiera un dineral en un evento internacional, cuando se dejaban sin solucionar las dificultades locales y una escuela de actuación sin equipar. Reuniendo grupos aficionados y de teatro en la calle, resultó muy diferente de las muestras "off" que se suelen improvisar en Europa a base de iniciativas y riesgos financieros de cada grupo. Se verificó en una sala normalmente equipada, de manera coordenada y, según parece, con cierto apoyo oficial.

El Festival tuvo sus estrellas y sus descubrimientos, pero ninguna revelación mayor y ninguna tendencia dominante. En cuanto a los experimentos, nada nuevo. Parece que la vanguardia está en la resaca, buscando en todas partes nueva ola. Han triunfado los polacos del grupo Cricot II dirigidos por Tadeusz Kantor con La clase muerta, una obra fascinante sobre la niñez, el envejecimiento y la muerte, creada a base de imágenes tan conmovedoras como sencillas, que han impresionado ya a muchos públicos en el mundo.

Otros grupos ya aplaudidos en varios países, como el Khathakali de la India meridional, el Bread and Puppet con Juana de Arco, La Mamma de Nueva York con El arquitecto y el emperador de Asiría de Arrabal, bien montado por Tom O'Horgan con los excepcionales actores que requiere este texto, y Ubu rey, dirigido por Peter Brook, tuvieron merecido éxito.

El público derrumbó puertas y barreras, invadiendo hasta los escenarios, sentándose en el suelo o quedando de pie durante horas. ¡Era más útil saber repartir codazos y patadas que tener boleto! Desgraciadamente, este simpático entusiasmo desapareció al finalizar el acontecimiento, y pocos días después del  Festival, se podían ver en salas medio vacías algunos de los mismos espectáculos contratados por la empresaria Conchita Obach.

Uno de éstos, Flowers, del grupo inglés de Lindsay Kemp, impresionó por su perfección profesional. Inspirado por Nuestra Señora de las Flores de Genet, este baile o pantomima, ya que no pronuncian una palabra los actores, se resiste como el libro a toda clasificación. Es un armonioso rompecabezas cuyas piezas pertenecen a todos los géneros, a todos los estilos de dirección teatral, mezclando lo comercial o lo trivial con lo más refinado. El mismo L. Kemp interpreta a Divina. Cuando no baila con frenesí, su actuación es de calculada lentitud. El menor parpadeo suyo es significativo. Hace pensar en los actores del No, capaces de parecer más femeninos que la mujer más coqueta.

 La parte folklórica del Festival les correspondió a los músicos africanos de Mali y Niger, ya que Amin Dada no permitió salir a los de Uganda. También se aplaudió a los miembros de una tribu de la selva oriental del Ecuador, algo desconcertados ante un público internacional, y sobre todo a la prodigiosa Diablada de Oruro. Hay que imaginar a más de 200 hombres, bailando en las calles de una capital moderna, con sus faldas o sus capas de raso, ribeteadas de oro y sus grandes máscaras cornudas, de ojos saltones y vivos colores. En Oruro, la procesión satánica acaba inclinándose a los pies de la Virgen del Socavón, protectora de los mineros. En Caracas, terminó de modo inesperado: un avión militar vino de Bolivia a recoger a los diablos a toda prisa. El día siguiente, se verificaban allá las elecciones y nadie podía saber entonces que 220 votos más o menos no iban a tener la menor importancia.

Se relaciona con el folklore la representación del Güegüense, única comedia en idioma náhuatl que nos ha llegado del siglo XVI. Ricamente ataviados con mantos y tocados de plumas, pectorales y brazaletes de tobillos y muñecas, unos campesinos nicaragüenses dieron el espectáculo simbólico y grave del encuentro con sus raíces, su identidad y su dignidad. Desgraciadamente, resultó bastante monótono, ya que por respeto fiel a un texto lleno de reiteraciones no se ha sacado todo el partido posible teniendo en cuenta el público contemporáneo.

Para quienes ignoran la labor ininterrumpida del ICTUS en Santiago de Chile desde hace 22 años, ¿Cuántos años tiene un día? fue la sorpresa latinoamericana del Festival. Se trata de una creación colectiva sobre la situación actual de los creadores y la tentación del exilio voluntario. Parece ser exactamente el espectáculo catártico que necesitan hoy los chilenos: un planteo claro de la vida que llevan; la ocasión de desafiar colectivamente a las autoridades y de compartir tan sólo para dos horas cierto riesgo; una respuesta a los que sueñan en irse—"Un hombre sin raíces es como un país sin historia"; y para los que ni sueñan, el consuelo de sentirse heroicos—"Por muy poco que se pueda hacer, hay que hacerlo, porque nadie lo va a hacer por ti." Además de ser conmovedora y de gran valentía, la obra rezuma este humor propio de los pueblos oprimidos que tratan de conjurar miedos y sufrimientos por la risa.  En una planta de televisión, un equipo trata de grabar una imposible emisión. A cada rato, surgen problemas de censura, trabas administrativas y amenazas sobre los periodistas. Uno de ellos, que regresa de Europa, para donde salió hace años a hacer carrera, echa sobre este mundo la mirada ingenua del que aterriza al planeta del miedo.

Los medios técnicos se ven usados de modo discreto, al servicio del drama. Nos proyectan los video tapes filmados por los reporteros del canal: encuestas anodinas en el hipódromo, el mercado, y el aeropuerto, que nos demuestran cómo todo de repente se vuelve "subversivo." Los actores interpretan sus papeles con total identificación; están haciendo su sicodrama, noche tras noche, desde seis meses en Santiago. ¡Ojalá les dejen seguir haciéndolo!

En el coloquio que se dedicó al tema, la creación colectiva resultó ser forma privilegiada del teatro revolucionario: la que, en teoría por lo menos, desmorona las jerarquías así como la división de trabajo y estatuto entre creadores e intérpretes; la que no necesita los circuitos capitalistas de producción; la que permite asociar a la población a la elaboración de un espectáculo, y, por fin, la que suple la falta de textos populares.

El trabajo del Teatro del Escambray de Cuba ilustra estos principios. Unos teatristas que comparten la vida de una comunidad campesina elaboran sus creaciones colectivas a partir de encuestas y observaciones. Han puesto el teatro al servicio de la Revolución y cuidan la calidad estética en la medida en que es imprescindible para lograr eficacia. No valen nuestros criterios para unas obras que no se nos destinan. Habría que verlas en medio de su público. Por lo menos, hay que imaginarlo y abstraerse del ambiente internacional, sin lo cual incurriremos en los juicios someros de quienes no han visto en Ramona, obra sobre el machismo, sino un melodrama, cuya heroína se salva gracias a la Revolución de un alud de desgracias. Otra valoración superficial fue el entusiasmo de principio de una parte del público por cuanto procedía de Cuba. Algunos lamentaron que no fueran los mismos campesinos que habían proporcionado el material de la obra a los que la interpretaran, subrayando cuánto profesionalismo aparecía en el montaje; paralelismo sugerido por escenas casi simultáneas entre la pelea de gallos y la violación de Ramona; la Revolución sugerida por el derrumbe de la tela que enmarca el área escénica y luego su reconstrucción; el desdoblamiento de Ramona en dos actrices, etc.... Otros, por lo contrario lo tacharon todo de simple, afirmando que esos intelectuales les estaban dando clases elementales a su público, considerándolo incapaz de entender complejidades. ¿Qué concluir de tantas divergencias? Ramona es un espectáculo honesto, cuidadosamente realizado, aunque sin hallazgos escénicos o estéticos deslumbrantes. Plantea con toda claridad el problema del derecho a la autonomía y a la felicidad de una mujer tradicionalmente sacrificada. Será por supuesto buena base de foro para después de las funciones.

Con los mismos planteos políticos, en un país de democracia autoritaria, La Candelaria de Colombia da el ejemplo de un teatro popular sin la menor simplificación, de un teatro pobre pero imaginativo que siempre encuentra los recursos técnicos adecuados: escenografías transformables, vestuario simbólico, cambios a la vista. El grupo ha ido perfeccionando su método a lo largo de cuatro creaciones colectivas y presenta montajes brechtianos en los que cada detalle ha sido analizado y colocado respecto al sentido general y a las relaciones dialécticas de todos los componentes de la obra.

Los 10 días que estremecieron el mundo despertó menos entusiasmo que su realización anterior, Guadalupe, años sin cuenta. Quizás porque la historia soviética aparece lejana de los colombianos a pesar del hallazgo de crear un paralelismo entre Kerensky y el director del grupo teatral. A Santiago García, que además de director sabemos es un gran actor, le toca un papel de payaso que nos salva del aburrimiento, introduciendo en tanto raciocinio histórico, la dimensión del humor, del hombre que sufre y ríe de sí mismo.

La falla de las mejores creaciones colectivas, hasta el momento, radica en eso que, hablando un discurso homologado, casi no se dirigen al subconsciente o a la imaginación del espectador. No dicen más de lo que se ha querido obviamente significar.

O por el otro lado, los que se dedican a sugerir producen retoños de la vanguardia de los años 60, como esos Funerales de la Mamá Grande presentados por unos latinoamericanos radicados en Holanda. Pretenden oponer el poder abstracto que deshumaniza y aprisiona a los ciudadanos con el poder personal de la Mamá Grande. El resultado es hora y media de desplazamientos de actores vestidos de gasolineros nucleares sobre andamiajes en una luz verduzca, con acompañamiento musical tipo Pink Floyd. Gabriel García Márquez es un buen argumento publicitario...

El Teatro Popular de Bogotá, con Nuestra primera independencia, evocación maníquea del rechazo a lametrópoli española, da testimonio de la vigencia del material histórico en los escenarios latinoamericanos. Esta revisión sistemática de la historia para limpiarla de las interpretaciones colonialistas, busca las raíces del presente y lecciones para transformar el futuro. Algunos han empezado a criticarla en el coloquio. Resulta a menudo un planteo intelectual, una justificación o una rehabilitación propia. Enrique Buenaventura, poco sospechoso de favorecer el regreso a la situación colonialista, del olvido de la historia suya, aconsejó a los dramaturgos y grupos que se pusieran a buscar su identidad en el presente, estudiando al hombre latinoamericano de hoy.

El equipo Teatro Payró de Buenos Aires presentó Visita, de Ricardo Monti. Evoca los últimos retoños del teatro del absurdo: ambiente onírico, luz verduzca, mundo podrido que se desmorona. Parece ser una visita en el universo interior del autor. El investigador descubre en una mansión antaño lujosa a unos viejos— ¿sus padres?—tan rancios como tiránicos, esclavizando a su doble: un enano taimado. El tema de la invasión, frecuente en el teatro desde el Cono Sur de Egon Wolíí a Eduardo Pavlovsky, lo trata Monti al revés. El que se introduce en casa ajena, lejos de dominar a los amos de casa, aquí se encuentra como ratón en una trampa. Jaime Kogan ha montado esta pesadilla como máquina de precisión. Los actores comunican en sus extraños gestos la fuerza imparable de una lógica cuya clave nos queda disimulada. Los símbolos de la opresión ejercida por unas momias sobre un joven apasionan al público argentino desde hace meses, sin tener nada que ver con las creaciones colectivas, el teatro popular o el análisis marxista de la historia. Pero sin duda alguna estamos en América Latina.

 Venezuela se hallaba representada por 13 espectáculos; un panorama incompleto ya que faltaban creadores de talento y experiencia, pero abundante para el teatro de las Naciones, que no tiene vocación ni costumbre de presentar amplia muestra del país organizador. La mitad de los grupos eran del interior. Han surgido como de 80 a 100 de estos grupos en los últimos años. Su trabajo es indudablemente positivo y quizás no merezcan el poco interés que les manifiesta la crítica. Pero, hasta el momento, sólo en Caracas se han realizado espectáculos comparables con los que vinieron del mundo entero.

El candidato, versión libre de El Menú de Enrique Buenaventura, es la última producción de Rajatabla, un buen trabajo expresionista en la línea de El señor presidente. Un armazón de andamiajes construye el espacio rectangular y permite colocar a los espectadores en dos niveles superpuestos. El menú narra la preparación y realización de un banquete organizado por damas de la alta sociedad para lanzar a su candidato electoral. Este, mero testaferro, es un pobre diablo enmascarado. Los mendigos, obras sociales de las señoras y beneficiarios de las migajas del banquete, tras humillante ceremonia de limpieza y desinfección, demuestran el engaño socio-político, tomando uno de ellos—el ciego—la máscara y la ropa del candidato. Buenaventura ha reunido aquí a los personajes mitos y símbolos de la sociedad latinoamericana. Con los mendigos a lo Buñuel, con las damas empigorotadas montadas sobre zancos, con los criados o enfermeras al servicio de los poderosos, con la Iniciada, mendiga alucinada a quien se ha transformado en pitonisa popular, y con el candidato fantoche, Rajatabla tenía un material ideal de interpretación. Esta se caracteriza por el distanciamiento, por la precisión del gesto enfatizado y cierto aspecto mecanizado que transforma un poco a los actores en títeres. El próximo montaje de Carlos Giménez será una creación colectiva sobre un caso real de corrupción administrativa.

José Ignacio Cabrujas se dedica a la exploración de esta Venezuela prepetrolera que ha desaparecido mientras se constituía un pueblo de nuevos ricos sin pasado ni raíces. Hoy los hijos que añoran el pasado de sus padres, tratan de encontrar en él los fundamentos de una cultura nacional. Cabrujas, metido en el redescubrimiento de textos costumbristas, acaba de estrenar Yo también soy candidato, un sainete de Guinand, exitoso autor de los años 30.

El título de su propia obra, dirigida por él y producida por el Nuevo Grupo es Acto cultural organizado por la Sociedad Louis Pasteur para el fomento de las Bellas Artes, las Ciencias y las Industrias de San Rafael de Ejido. Empieza como una obra costumbrista que explotara con ironía la ola nostálgica y una variación burlona sobre el tema clásico del teatro en el teatro. Nos presenta a los miembros de una sociedad cultural pueblerina que cultiva las apariencias y finge interesarse por cualquier tema con tal de llenar el vacío de unas vidas fracasadas. Se proponen representar la vida de Cristóbal Colón. Más allá de las actitudes cursi, de la cultura empolvada, de las torpezas de actores aficionados mal preparados, de los chismorreos y del espionaje pueblerinos, más allá de los odios matrimoniales y de todos los ridículos, aparece el desamparo de cada uno. La farsa se hace mueca.

Si este Festival no aportó revelación del resto del mundo, dio a los latinoamericanos la oportunidad de afirmarse. Lo han hecho por la seriedad de su labor teatral, por lo coherente y lo unánime de sus planteos fundamentales. La mayor parte han superado la etapa de las declaraciones vengativas y de los a priori políticos. Se han adentrado en el análisis y la teorización de una práctica continua. 

GENEVIEVE ROZENTAL
París, Francia

Fuente: Latin American Theatre Review


Nota: fotos, subtítulo,  negritas y links son agregados de este blog.