Anécdotas sobre Carlos Giménez y su espectacular montaje de Peer Gynt / por Lito Mateu, Córdoba, 7 de enero de 2020




 
Foto: Luis Escobar



Apuntes y anécdotas de la puesta de Peer Gynt de Ibsen, escrita por el autor noruego en 1867 y adaptada por Aníbal Grunn para el elenco Rajatabla dirigido por Carlos Giménez en 1991






A fines de 1990, mientras actuaba en el Teatro Nacional Cervantes de Buenos Aires con la Comedia Cordobesa, representando “Príncipe Azul” del autor Eugenio Griffero,  por un llamado telefónico de mi mamá desde Córdoba me enteré que me había llegado una invitación del Gobierno de Venezuela para integrarme al Proyecto Pedagógico Teatral de ese país, invitación que había sido tramitada por mi amigo Carlos Giménez.

Los primeros meses de 1991 me encontraron trabajando con el Taller Nacional de Teatro de Venezuela (TNT) y luego, invitado por el Núcleo Táchira del Teatro Nacional Juvenil de Venezuela (TNJV) en la Ciudad de San Cristóbal para dar cursos de interpretación y montar con los actores de esa ciudad la obra de Ana Diosdado, Los Noventa son nuestros.  Mientras esa experiencia me llenaba de aprendizaje y disfrutaba de un grupo humano estupendo, tuve que viajar dos o tres veces a Caracas a reuniones que determinaban directivas sobre los trabajos que hacíamos en el interior mediante evaluaciones.

En uno de esos viajes, con el permiso de Carlos Giménez, y mediación de Robert Stopello, asistente personal de Carlos, pude asistir a dos ensayos de “Peer  Gynt” que, en versión estupenda de Aníbal Grunn y dirección espectacular de Carlos se estaba montando en la sala Anna Julia Rojas del Ateneo de Caracas
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¡Fue un impacto…! Más de treinta actores, una nube de técnicos, asistentes, asesores, productores e iluminadores corrían de un lado a otro ultimando detalles antes que el director ingresara a la sala de ensayo. Carlos Giménez, precedido por la Junta Directiva de Rajatabla, llegó a la hora precisada para el ensayo, uno de los últimos, y como en una ceremonia todo estaba en orden y en una calma que presagiaba una tormenta.

El ensayo pre-general recorrió la obra sin tropiezos durante las cuatro horas que duraba. En realidad la obra original de Ibsen dura mucho más, pero la estupenda versión de Aníbal Grunn la había condensado en cuatro horas de aventuras increíbles sobre el escenario.

Al finalizar, Carlos marcó el saludo final y citó al elenco para una reunión al otro día para dar algunas instrucciones. Se paró, me miró, me guiñó un ojo y con total simpleza me dijo: “¿Vamos a comer algo?” Durante la cena solo dio algunas instrucciones referidas a la producción y publicidad de lo que Robert Stopello tomaba nota prolijamente. En cuanto a mí, me pidió que tratara de regular mis ensayos en San Cristóbal para que pudiera asistir al estreno. Pero fue imposible.


Peer Gynt se estrenó, también Los Noventa son nuestros en el Táchira  donde logramos un excelente montaje y muy buenas críticas.




De regreso a Caracas me reintegro al Taller Nacional de Teatro que estaba ensayando “La Cocina” de Arnold Wesker, con  dirección de Aníbal Grunn y yo incorporado como coach monitor de actores. Finalizada una extenuante jornada de trabajo, llegué a mi departamento en Parque Central y un llamado telefónico interrumpió la preparación del material que estaba seleccionando para la clase del día siguiente. Era la secretaria de Carlos, Gladys Aparicio  (la China), una persona amorosa, eficiente y de una lealtad que mostraba su admiración y cariño por su jefe. Ella me informaba que  Carlos Giménez necesitaba hablar conmigo el día siguiente a las ocho de la mañana, que por lo tanto me invitaba a desayunar con él en Rajatabla.

A las ocho en punto estuve allí, nos sirvieron el desayuno y Carlos me sorprendió preguntándome si estaba cómodo en Caracas y si prefería seguir como docente, como director o si quería trabajar como actor. Le respondí que lo que él propusiera estaba bien, que todo me interesaba. Me dijo que tenía que hacerme un pedido muy especial y delicado: estaba prevista la reposición de Peer Gynt para dentro de quince días, pero que Pepe Tejera, primera figura masculina de Rajatabla estaba muy enfermo y no podía asumir esa responsabilidad, y que la Institución se veía muy comprometida debido al costo requerido para el montaje y porque  la publicidad ya estaba encarada. La pregunta era si yo podía reemplazar a Pepe en semejante trabajo. Creo que Carlos intuyó mi terror porque inmediatamente agregó: Por supuesto que no era una obligación, pero que él consideraba que yo estaba preparado para ese trabajo, que lo pensara, que esa sería mi presentación en Venezuela como actor, claro que solo tenía… ¡diez días para prepararlo!

No se expresar en este momento lo que sentí, por un lado mucho pesar por Pepe, por otro lado alegría por la confianza que me dispensaba Carlos y miedo, por el desafío que significaba aceptarlo.  Regresé al departamento sin dar mi clase y hablé con mis compañeros Augusto González y Marcelo Pont Vergés, escenógrafos argentinos, sobre la propuesta y ellos me alentaron a aceptarla y se comprometieron a ayudarme. Llamé a Rajatabla y le confirmé a Carlos mi participación, pero necesitaba hablar con él para establecer horarios de ensayos. Carlos me respondió que como no dudaba de mi aceptación, estaba previsto que ese mismo día se me entregara el libreto y tuviera una reunión con los técnicos para determinar horarios. Así fue. Además de recibir una calurosa bienvenida acordamos que desde el día siguiente dispondría  del escenario montado para los ensayos: de ocho a doce horas ensayaría con los técnicos donde los asistentes y asesores me indicarían movimientos, desplazamientos técnicos indispensables y manejo de arneses;  luego un almuerzo de trabajo para interiorizarme del personaje, su interrelación y los objetivos de la puesta donde Carlos  me daba instrucciones de lo que esperaba de mi trabajo sin pedirme jamás que imitara al actor anterior, lo mismo que hizo cuando me tocó hacer El Coronel (donde también tuve, lamentablemente, que reemplazar a Pepe); luego, a las 2  pm, ensayaría con todo el elenco hasta las 8 pm.

Quiero aclarar que no dormí en diez días, me tiraba en un sillón y entredormido repasaba los textos sumándolos a los movimientos, era mucha la información que debía procesar  y al principio me costaba el trabajo con actores absolutamente desconocidos hasta ese momento para mí y supongo que a ellos les pasaba lo mismo conmigo.  Pero la integración fue maravillosa, me adoptaron como si siempre hubiésemos trabajado juntos. Hacer el trabajo y hacerlo bien era la premisa de todos.

Al ingresar al teatro te encontrabas con la enorme proa de un barco en el escenario como invitando a los espectadores a un viaje hacia la aventura de vivir una utopía. Entre sirenas, alarmas, truenos, sonidos de mar embravecido, el barco se iba “desguazando” hasta formar un montón de chatarra sobre las cuales se veía a Peer Gynt (viejo) asido del mástil del barco en un presagio de lo que sería su final. Detalle en las puestas de Carlos, “superposición de tiempos y espacios, recordar el pasado para darle valor al presente…” frases del propio Giménez.

La plataforma base del escenario era un enorme plano inclinado con el vértice hacia el público, el que sucesivamente y sin solución de continuidad se transformaba en la pequeña aldea donde el joven Peer (Erich Wildpret) amasaba sus sueños de conquistar el mundo, luego se iría transformando en el Reino de Dovre y sus duendes, el desierto con sus tormentas de viento y arena, las minas de diamantes, la fiebre del oro, el tráfico de esclavos, hasta un manicomio, escenas en las que Peer ya adulto (Aitor Gaviria)  amasa una gran fortuna –non santa- y decide regresar a su aldea para demostrar que él tenía razón en su fiebre de éxito, que lo que buscaba estaba fuera de su pequeña aldea.

Viejo y rico, Peer (yo) que a lo largo de la obra se ha convertido en el más irresponsable y el más querible de los canallas, que se ha erigido en el “Emperador de sí mismo”, decide cargar su oro, sus diamantes y fortuna  en un barco y regresar para ver a su madre y a su novia (Aura Rivas y Nathalia Martínez) a las que había abandonado al partir. Toda la utopía del personaje queda en claro cuando el barco naufraga y llega a su tierra tal como se fue, sin nada. Esto hace que cobre tanta importancia el monólogo de la cebolla, porque se transforma en la reflexión final de Ibsen que Carlos aprovechó teatralmente en una dimensión poco común. Una gran grúa me trasladaba sobre el público, involucrándolo, mientras el personaje ya náufrago de sus propios apetitos, destrozaba con las manos una cebolla, único alimento que posee, en busca del corazón, hasta convencerse que no lo tiene y hace un parangón con su propia búsqueda quedando como reflexión final que el hombre busca fuera de él lo que está en su interior.

Silviainés Vallejo, la escenógrafa, puso a disposición de la enorme creatividad de Carlos Giménez un dispositivo escénico que les permitía volar y transitar por una marea de emociones y sensaciones que se trasladaban al público en forma de aventuras.


Ángel Fernández Mateu y Aitor Gaviria. 


Al cabo de una semana me informaron que Carlos quería ver un ensayo pre-general con vestuario, iluminación y sonido. Yo sabía que esa era la “prueba de fuego” que decidiría si se hacía o no la reposición.

Carlos apareció con la plana mayor de Rajatabla y todas las autoridades del Ateneo de Caracas y se sentaron en medio de la platea de aquel bellísimo teatro.
El ensayo no pudo salir mejor, fue estupendo, al finalizar todos nos confundimos en un abrazo donde hubo hasta lágrimas. Lo habíamos logrado, pero faltaba la palabra de Carlos.

Al final del saludo quedábamos todos los actores en dos filas sobre el proscenio. La producción invitó a los técnicos a unirse a nosotros en el escenario para escuchar la evaluación. Felicitó a todos por el trabajo realizado y luego, con una pausa muy teatral- no podía ser de otra manera- se dirigió a mí y me hizo el elogio más grande que recibí en mi vida: “¿Ven señores? Eso es un actor, simplemente un ACTOR con mayúscula, alguien que no le teme a los desafíos porque le sobra talento”. Tímidamente, y a punto de llorar pregunté: “¿Algo que corregir, Carlos?”  No me respondió, solo se quedó mirándome.

La reposición fue un éxito, las críticas también. El público no tenía descanso, disfrutaba como quién disfruta de un cuento de aventuras, hicimos funciones por la mañana, igualmente con mucho público y la gente no se movía de su lugar.

Después del estreno, Rajatabla  me propuso reemplazar a Pepe en todas las obras que estaban en repertorio, porque esa era la voluntad del actor, incluyendo El Coronel no tiene quien le escriba.


Hasta aquí lo formal.

Las anécdotas fueron muchas e inolvidables. El equipo de productores me designaron un productor para ayudarme en el complejo mecanismo de la obra: Andrés  Vásquez, un ser de luz, alguien que con solo sonreír me  daba confianza y la seguridad indispensable para todos los trabajos que realicé en Caracas.

Andrés manejaba, además, las relaciones públicas maravillosamente, me acompañaba a las entrevistas y me decía como tratar a cada periodista, yo lo miraba y hablaba con toda confianza. Si él sonreía, todo iba bien.

Cierto día, antes de una función Andrés me acompañó a tomar un café en el pequeño bar del Ateneo en una diminuta barra. Ya estaba llegando mucha gente a comprar entradas para ver el espectáculo, generalmente las colas cortaban la calle frente al Hotel Caracas Hilton. En un momento se nos acercaron tres personas conocidas por Andrés y muy relacionadas con el ambiente artístico de Venezuela, le pidieron que él les consiguiera entradas porque ya estaban agotadas y sin reparar en mí, debido a que no me conocían, agregaron: “Queremos conocer al monstruo que trajo Giménez de Argentina”.  Andrés, con su humor maravilloso, evitó presentarme y respondió que con mucho gusto les conseguiría los puestos para ver la obra, lo que no podía era dejarlos pasar a los camerinos porque…”¡Ese coño ‘e‘madre argentino tiene un humor de diablos antes de la función…!” Yo tuve que contener la risa. Después en los camerinos cuando él contaba la escenita que había montado a fulano y fulana… ¡las carcajadas de todo el elenco resonaban hasta la vereda…! Andresito, mi negro querido..!

Otra anécdota divertida fue que, en una de las últimas escenas donde nos encontrábamos los tres Peer Gynt (el joven, el adulto y el viejo) a esa altura del espectáculo, con ropa de  invierno, yo me estaba deshidratando, y los otros dos debían abrazarme, pero en una función no solo me abrazaron sino que me volvieron a poner toda la ropa de la que yo, prolijamente, me había ido despojando durante un texto muy difícil: sobretodo, gorro, guantes y bufanda en una Caracas de 40 grados..! Como eso los divertía y era una señal de la amistad y la confianza que nos unía, solo atiné a planear mi venganza.

En la escena anterior a esta estaba el naufragio y el famoso monólogo de la cebolla, donde yo la partía con las manos buscando entre sus capas donde tenía el corazón, luego venía la escena donde estos pillos me abrigaban y finalmente cuando estábamos juntos aparecía el Fundidor de Almas  (Vito Lonardo) a buscarnos y yo me anteponía ofreciéndome en lugar de ellos y los abrazaba protegiéndolos…entonces se me ocurrió acariciarlos con mis manos llenas de cebollas rotas y restregárselas por la cara y las ropas. Nos divertimos mucho, pero todo hubiera quedado ahí  si no hubiera entrado un asistente a decirnos que a Carlos le había gustado mucho ese gesto protector y la caricia final, de manera que eso quedaba así. Los tres involucrados: Aitor Gaviria, Erich Wildpred y yo celebramos la broma con estruendosas risotadas…!

Todo el complejo mecanismo de la grúa era eléctrico, pero debo decir que ese andamiaje nunca me dio miedo, ya que los técnicos me asesoraron cómo debía abordarlo, de donde asirme, cómo sentarme para el desplazamiento que me llevaría encima del público y además ellos mismos lo probaban antes de cada función. Ocurrió que en aquella Caracas los cortes de electricidad eran frecuentes y en una función el corte se dio justo en el momento que yo estaba en plena escena suspendido por la grúa. De pronto aparecieron linternas de todos lados, técnicos y actores y hasta gente del publico me  iluminaban, parecía un efecto buscado, y Aníbal Grunn, un compañero querido y recordado, me gritaba desde el escenario: “¡No te muevas, hala el mecate…!” La broma está en que yo… ¡no sabía que era el “mecate”! ¡y de todos modos no había pensado en moverme de allí…! El apagón fue corto y continuamos con la función. Al finalizar pregunté qué era un “mecate”: “Una soga”, me contestaron, ahí comencé mi conocimiento del dialecto “cordoqueño” una rara mezcla de cordobés y caraqueño que inventé.

Otra escena de riesgo era con el propio Aníbal Grunn, teníamos una escena en proscenio mientras que veinte duendes se trepaban por escaleras sostenidas entre sí. En un momento del texto Aníbal hacía referencia a ellos y ambos girábamos a mirarlos. En una función, al girar, los duendes habían desaparecido, una escalera se había zafado y fueron cayendo como un dominó quedando ocultos detrás de la gran tarima, ni una queja, ni un ruido, también parecía un truco más entre tanto movimiento. 


Aquí, en esta puesta maravillosa de Carlos Giménez tuve la suerte de integrarme al Grupo Rajatabla y trabajar con actores que aún hoy son mis amigos: Nazareth Gil, José Luis Montero, Luz Rodríguez, Germán Mendieta, Ingrid Muñoz y Rolando Jiménez y de los  actores del Teatro Nacional Juvenil de Venezuela, además de conocer y admirar a la Sra. Aura Rivas, una actriz de una potencia escénica apabullante y aunque yo no tenía escenas con ella, fue uno de los apoyos más importantes que tuve en este montaje. Y luego, cuando  reemplacé a Pepe Tejera en El Coronel… Aura,  que protagonizaba a la esposa, fue mi sostén, mi guía, mi referente en las difíciles escenas que nos tocaba protagonizar juntos.


Izquiera  a derecha: Erich Wildpret, Aura Rivas,
Ángel Fernández Mateu, Aitor Gaviria...


En algún momento creo que debería contar mi ingreso a El Coronel…,  que no fue muy distinto al de Peer Gynt, aunque el recuerdo duele mucho porque Carlos había enfermado y nosotros nos quedábamos huérfanos, sin timonel, en un verdadero naufragio como el de Peer Gynt.


Córdoba, 7 de enero de 2020

Fuente fotos: Lito Fernández Mateu






Actor cordobés. Perteneció al elenco oficial de la Comedia Cordobesa y fue integrante del grupo El Juglar de Carlos Giménez. Ha transitado todos los géneros artísticos, desde el circo (donde nació), el radioteatro, el teatro, el café-concert, el music-hall, la televisión y el cine. Con la obra El Coronel no tiene quien le escriba, de García Márquez y dirigida por Carlos Giménez, recorrió los principales teatros de Europa, Estados Unidos y Latinoamérica. Ha recibido numerosos premios en Argentina y Venezuela.