Recuerdo, creo
que todavía es un recuerdo, que las clases en la Escuela de Teatro de Córdoba,
allá donde caminé mis primeros pasos por las tablas de un escenario envejecido
a fuerza de tanto amor en uno, terminaban a las once de la noche. El último autobús que unía el centro con mi
barrio hacía su ronda final a las diez y cuarenta y cinco de la noche
(inexorable manía de amargarle a uno la vida en pleno invierno con inspectores
multando el retraso de los viejos cacharros). Tenía dos opciones: escaparme
disimuladamente por una puerta que chirriaba pidiendo aceite desde que fue instalada
y que hacía girar los ojos burlones de mis compañeros, todos un poco menos
jóvenes que yo, o quedarme estoicamente a escuchar el sonido del autobús de la
línea 117 que me abandonaba entre dos y cuatro grados bajo cero.
A veces Esther
Plaza, fastidiosamente compadecida, me invitaba una pizza y un vaso de vino, en
un lugar horriblemente mágico que se llamaba Akropolis. Esperábamos
entonces la llegada del primer autobús, también puntual aunque no se crea, a
las 5.45 a.m., noche cerrada en el viento que viniendo del sur choca con rabia
en la precordillera que vigila la ciudad.
Recuerdo,
quiero estar seguro de que es un recuerdo y lo converso a veces los domingos
con mi hermana en su apartamento de Parque Central, cuando comiendo las tradicionales
milanesas nos ponemos a jugar con el Nuevo Circo, en apuestas que incluyen
evangélicos, corridas suspendidas, muchachas de la calle que corren veloces
hacia los reductos inexpugnables de ese barrio árabe, que aquí llaman San
Agustín.
Recuerdo, y ese
sí es un recuerdo, que una vez fui citado por (creo que el mismo día que me
atreví a cumplir 17 años) y con voz amable, segura, maternal, la Directora de
la Escuela (Adelaida, estoy seguro que se llamaba Adelaida Hernández
Castagnino) me dio el más sabio consejo que ella pudo construir frente a mi
imagen:
- -Esto no es para usted, ponga su voluntad y su
perseverancia en continuar con éxito su carrera de Perito Mercantil.
Yo le contaba
a Esther, a mi hermana, a Rafael Reyeros, algunos sueños que chocaban con esa
invitación a expulsarme. Resistí. Y creo que a nadie le importó que me quedara.
Hacía de vez
en cuando un zapatero o un viejito en algún entremés de Cervantes. Y pasé mil horas arrodillado al pie de las
murallas de Numancia con una larga lanza de madera maciza y un perro caliente
escondido bajo el escudo de latón con el que yo defendía la ciudad del ataque
romano. Una vez, una de esas veces que comienzan a tejer el camino de las
casualidades, faltó Viriato el último numantino que se lanza de las
murallas y prefiere morir antes que caer en manos del invasor, que vuelve sin
trofeo, sin testigo de la triste victoria. No era difícil saberse el papel, lo
había escuchado más de cien veces, entre uno y otro sueño, jugando con las
ganas de subir a esa muralla y matar a ese Viriato que me hacía perder
otra vez el último autobús. Y me tocó subir a la muralla y decir:
-
A qué venís o que buscáis romanos, si en Numancia
queréis entrar por suerte podéis hacerlo al fin a pasos llanos, pero mi lengua
desde aquí os advierte que yo las llaves mal guardadas tengo, de esta ciudad,
de quien triunfó la muerte…
¡Había por fin
subido a la muralla! Podía ver desde arriba la platea roja, los palcos
avant-scene, la cazuela y la tertulia, las viejas sillas del paraíso, donde
colgaban brazos y cabezas de los que pagaban, en esos días, un peso por no ver
más allá de la primera bambalina.
Desde entonces
las casualidades no me abandonaron. Algunos piensan que las he inventado, que la
mayoría las he construido con malicia y algo de coraje. Puede ser.
Recuerdo cómo
me marcó conocer a Jack Lange y que me incitara a crear un grupo de teatro para
viajar de Argentina al Primer Festival Mundial de Teatro en Nancy; como
me tocó por obligación lanzarme a dirigir una pieza para poder llegar con la
compañía a Polonia y participar en los festivales de Cracovia y Varsovia, y
ganar un premio. Y volver a Buenos Aires y descubrir que a nadie le importaba
que un provinciano de Córdoba ganara nada en ninguna parte.
Las
casualidades me llevaron una tras otra a descubrir con asombro un camino que
tenía mi nombre, en donde reconocía lugares, rostros, palabras que ya había
escuchado, libros que alguien me había regalado sin saberlo.
Sobre todo
ello transité la duda y busqué la familia para compartirla. Rajatabla,
Venezuela, el Ateneo, Caracas, proyectos para abrir puertas, saltar ventanas, colgarse
el horizonte en la solapa y dar la vuelta cuando uno quiere, para que salga el
día o se ponga la noche.
Así, entre
tantos asombros y casualidades me tocó inventar este Festival que para unos y otros parece un Caballo de Troya.
Bajan de
su vientre vencedores y vencidos,
bailarines de butho, engañosas mujeres de Lindsay, telones moscovitas de un teatro donde el viejo poeta advirtió: "El teatro
comienza en el guardarropa."
Son las
huestes del Teatro de Arte
de Moscú que llegan para ratificar el luminoso pensamiento de Nicolás Curiel: “Podemos ver lo mejor del pasado”. El Tirano Banderas; Lope
de Aguirre,
traidor, la danza jugando con los
dramas como una Rosa de las Vientos; la revolución de Dantón; vacíos y soledad de Woyzeck; los
clásicos protestando tanto viaje por
los calenturientos caminos de un batallón de guerreros sin escudos.
Es como un
pueblo nómada, no son los guerreros de Agamenón aun cuando Caracas sea Troya. La casualidad del amor, de ojos y manos que trabajan imaginando cómo lo hacen en Finlandia o Bucarest, en
Tbilisi o en Santa
Fe de Tierra Firme, nos trae este 5 de
abril del año más solo de nuestra historia: 1992.
Quinientos
años buscando que el trompo haga
equilibrio entre nubes de tierra, una tarde cualquiera que amenaza llover.
Desde el día
que alguien
con una visión más generosa que
compasiva me invitó a ser un perfecto Perito Mercantil, hasta este abril en el que trato de ordenar las casualidades de mis cuarenta y seis años, ofrezco mi parte de esta fiesta que nace
con el grato
temor de saber que el asombro es un hilo
de seda; que sobre él hacen equilibrio Sheherezade y Robespierre, Kaspar
y Santa Isabel, los muchachos de Despertar de Primavera y el Hamlet del maestro Peterson, Beckett y Miller, el tesoro del TIN que nunca alcanzará a llenar tantos cofres abiertos y vacíos,
y un público que ejerce una
alegría que no tiene espejo en otros sitios.
Un hilo de seda para cruzar el estrecho de Corinto,
para reinventar el coraje de Los Persas, para volver a sentir el vacío, ese que inventa la poesía de las ganas de volar.
Esta casualidad, esta suerte, este privilegio
que me permite volver a
dirigir un Festival, no es otra cosa que una carta de amor, en la que nadie ha puesto el remitente.
Caracas, 5 de Abril de 1992
Texto del catálogo del XI Festival Internacional de Teatro de Caracas (FITC).
Carlos ya sabía que no le quedaba mucho
tiempo de vida (el sida en aquella época era una enfermedad terminal).
Menos de un año después, el 28 de marzo
de 1993, Carlos murió.
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