El Caballo de Troya por Carlos Giménez, 5 de abril de 1992 / fragmento de la biografía "Carlos Giménez el genio irreverente" (2023) de Viviana Marcela Iriart



 

 

Recuerdo, creo que todavía es un recuerdo, que las clases en la Escuela de Teatro de Córdoba, allá donde caminé mis primeros pasos por las tablas de un escenario envejecido a fuerza de tanto amor en uno, terminaban a las once de la noche.  El último autobús que unía el centro con mi barrio hacía su ronda final a las diez y cuarenta y cinco de la noche (inexorable manía de amargarle a uno la vida en pleno invierno con inspectores multando el retraso de los viejos cacharros). Tenía dos opciones: escaparme disimuladamente por una puerta que chirriaba pidiendo aceite desde que fue instalada y que hacía girar los ojos burlones de mis compañeros, todos un poco menos jóvenes que yo, o quedarme estoicamente a escuchar el sonido del autobús de la línea 117 que me abandonaba entre dos y cuatro grados bajo cero.

 

A veces Esther Plaza, fastidiosamente compadecida, me invitaba una pizza y un vaso de vino, en un lugar horriblemente mágico que se llamaba Akropolis. Esperábamos entonces la llegada del primer autobús, también puntual aunque no se crea, a las 5.45 a.m., noche cerrada en el viento que viniendo del sur choca con rabia en la precordillera que vigila la ciudad.

 

Recuerdo, quiero estar seguro de que es un recuerdo y lo converso a veces los domingos con mi hermana en su apartamento de Parque Central, cuando comiendo las tradicionales milanesas nos ponemos a jugar con el Nuevo Circo, en apuestas que incluyen evangélicos, corridas suspendidas, muchachas de la calle que corren veloces hacia los reductos inexpugnables de ese barrio árabe, que aquí llaman San Agustín.

 

Recuerdo, y ese sí es un recuerdo, que una vez fui citado por (creo que el mismo día que me atreví a cumplir 17 años) y con voz amable, segura, maternal, la Directora de la Escuela (Adelaida, estoy seguro que se llamaba Adelaida Hernández Castagnino) me dio el más sabio consejo que ella pudo construir frente a mi imagen:

 

-               -Esto no es para usted, ponga su     voluntad y su perseverancia en continuar con éxito su carrera de Perito Mercantil.

 

Yo le contaba a Esther, a mi hermana, a Rafael Reyeros, algunos sueños que chocaban con esa invitación a expulsarme. Resistí. Y creo que a nadie le importó que me quedara.

 

Hacía de vez en cuando un zapatero o un viejito en algún entremés de Cervantes.  Y pasé mil horas arrodillado al pie de las murallas de Numancia con una larga lanza de madera maciza y un perro caliente escondido bajo el escudo de latón con el que yo defendía la ciudad del ataque romano. Una vez, una de esas veces que comienzan a tejer el camino de las casualidades, faltó Viriato el último numantino que se lanza de las murallas y prefiere morir antes que caer en manos del invasor, que vuelve sin trofeo, sin testigo de la triste victoria. No era difícil saberse el papel, lo había escuchado más de cien veces, entre uno y otro sueño, jugando con las ganas de subir a esa muralla y matar a ese Viriato que me hacía perder otra vez el último autobús. Y me tocó subir a la muralla y decir:

 

 

 

-        A qué venís o que buscáis romanos, si en Numancia queréis entrar por suerte podéis hacerlo al fin a pasos llanos, pero mi lengua desde aquí os advierte que yo las llaves mal guardadas tengo, de esta ciudad, de quien triunfó la muerte…

 

 

¡Había por fin subido a la muralla! Podía ver desde arriba la platea roja, los palcos avant-scene, la cazuela y la tertulia, las viejas sillas del paraíso, donde colgaban brazos y cabezas de los que pagaban, en esos días, un peso por no ver más allá de la primera bambalina.

 

Desde entonces las casualidades no me abandonaron.  Algunos piensan que las he inventado, que la mayoría las he construido con malicia y algo de coraje. Puede ser.

 

Recuerdo cómo me marcó conocer a Jack Lange y que me incitara a crear un grupo de teatro para viajar de Argentina al Primer Festival Mundial de Teatro en Nancy; como me tocó por obligación lanzarme a dirigir una pieza para poder llegar con la compañía a Polonia y participar en los festivales de Cracovia y Varsovia, y ganar un premio. Y volver a Buenos Aires y descubrir que a nadie le importaba que un provinciano de Córdoba ganara nada en ninguna parte.

 

Las casualidades me llevaron una tras otra a descubrir con asombro un camino que tenía mi nombre, en donde reconocía lugares, rostros, palabras que ya había escuchado, libros que alguien me había regalado sin saberlo.

 

Sobre todo ello transité la duda y busqué la familia para compartirla. Rajatabla, Venezuela, el Ateneo, Caracas, proyectos para abrir puertas, saltar ventanas, colgarse el horizonte en la solapa y dar la vuelta cuando uno quiere, para que salga el día o se ponga la noche.

 

Así, entre tantos asombros y casualidades me tocó inventar este Festival que para unos y otros parece un Caballo de Troya.

 

Bajan de su vientre vencedores y vencidos, bailarines de butho, engañosas mujeres de Lindsay, telones moscovitas de un teatro donde el viejo poeta advirtió: "El teatro comienza en el guardarropa."

 

Son las huestes del Teatro de Arte de Moscú que llegan para ratificar el luminoso pensamiento de Nicolás Curiel: “Podemos ver lo mejor del pasado”. El Tirano Banderas; Lope de Aguirre, traidor, la danza jugando con los dramas como una Rosa de las Vientos; la revolución de Dantón; vacíos y soledad de Woyzeck; los clásicos protestando tanto viaje por los calenturientos caminos de un batallón de guerreros sin escudos.

 

Es como un pueblo nómada, no son los guerreros de Agamenón aun cuando Caracas sea Troya. La casualidad del amor, de ojos y manos que trabajan imaginando cómo lo hacen en Finlandia o Bucarest, en Tbilisi o en Santa Fe de Tierra Firme, nos trae este 5 de abril del año más solo de nuestra historia: 1992.

 

Quinientos años buscando que el trompo haga equilibrio entre nubes de tierra, una tarde cualquiera que amenaza llover.

 

Desde el día que alguien con una visión más generosa que compasiva me invitó a ser un perfecto Perito Mercantil, hasta este abril en el que trato de ordenar las casualidades de mis cuarenta y seis años, ofrezco mi parte de esta fiesta que nace con el grato temor de saber que el asombro es un hilo de seda; que sobre él hacen equilibrio Sheherezade y Robespierre, Kaspar y Santa Isabel, los muchachos de Despertar de Primavera y el Hamlet del maestro Peterson, Beckett y Miller, el tesoro del TIN que nunca alcanzará a llenar tantos cofres abiertos y vacíos, y un público que ejerce una alegría que no tiene espejo en otros sitios.

 

Un hilo de seda para cruzar el estrecho de Corinto, para reinventar el coraje de Los Persas, para volver a sentir el vacío, ese que inventa la poesía de las ganas de volar.

 

Esta casualidad, esta suerte, este privilegio que me permite volver a dirigir un Festival, no es otra cosa que una carta de amor, en la que nadie ha puesto el remitente.

 

Carlos Giménez

Caracas, 5 de Abril de 1992

Texto del catálogo del XI Festival Internacional de Teatro de Caracas (FITC)

Carlos ya sabía que no le quedaba mucho tiempo de vida (el sida en aquella época era una enfermedad terminal). 

Menos de un año después, el 28 de marzo de 1993, Carlos murió.


Fragmento de la biografía Carlos Giménez el genio irreverente (2023) de Viviana Marcela Iriart

 





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